Las muertes siempre son dolorosas y, entre todos los sentimientos que puede despertar la desaparición de David Lynch, destaca para muchos una sensación que se asemeja a cierta orfandad, al entender su pérdida como la marcha de una suerte de padrino cultural, que abrió un camino que muchos espectadores habían transitado poco o nada en el cine más onírico o surrealista, y que los animó a iniciarse y atreverse a explorar, primero en la pantalla y después en la vida.
Si algo consiguió Lynch fue enseñar al espectador a sumergirse en los lugares más oscuros, recónditos y desconocidos del ser humano y llegar a un destino renovador y, por qué no, también catártico. Cada una de sus películas cumplía con ese cometido y, salvo excepciones que podrían rescatarse con dignidad -hablamos de Dune, claro-, se ganó con todas sus películas la confianza de los espectadores, algo de lo que pocos cineastas pueden presumir. En ese salto al vacío que suponía ver Mulholland Drive o Carretera perdida solo estaba asegurado el abismo.
Deudor del cine de Fellini, Kubrick o Hitchcock, según él mismo confesó en alguna ocasión, siempre reivindicó la felicidad del artista, a pesar de no reflejar necesariamente los conflictos a los que se enfrentaban los personajes de sus películas, tan excéntricos o misteriosos, tan difíciles de evocar en la vida real y, al mismo tiempo, tan reales.
La carrera de David Lynch, nacido en Montana (Estados Unidos) en enero de 1946, arrancó a mediados de los años sesenta con varios cortometrajes, hasta que en 1977 estrenó Eraser head, un drama onírico en blanco y negro convertido en película de culto en la que su protagonista, un joven con un peinado imposible, lidia con sus pesadillas y con una paternidad monstruosa. A continuación, llegó El hombre elefante (1980), una película basada en un caso real y protagonizada por Anthony Hopkins, que estuvo nominada a ocho premios Oscar, entre ellos, los de mejor película y mejor director. Después, el que está considerado su mayor fracaso, Dune (1984), que al menos así fue en lo comercial, seguido por la misteriosa Terciopelo azul (1988), protagonizada por Isabella Rossellini Kyle MacLachlan, y Corazón salvaje (1990), con Nicolas Cage y Laura Dern, con la que conquistó la Palma de Oro del Festival de Cannes.
A este reputado cineasta solo le faltaba entrar en los hogares de todo el mundo, y así lo hizo a través de la televisión. Responsable de muchas noches de pesadillas para quienes nacieron a partir de los ochenta, David Lynch se hizo popular en España a partir de la emisión de la serie Twin Peaks, dos temporadas de 30 capítulos en los que el agente Dale Cooper (interpretado por Kyle MacLachlan) trataba de resolver el asesinato de la joven Laura Palmer a través de los personajes variopintos y extraños de un pueblo de montaña de Estados Unidos. Su sintonía, compuesta por Angelo Baladamenti, se ha quedado grabada en el hipotálamo de cualquier español que disfrutó de aquella serie a principios de los 90, incluso de quienes no recuerdan el nombre del director o no son capaces de pronunciar el título de ninguna de sus películas.
Este prolífico artista, que entre película y película no ha dejado de dirigir cortometrajes, mediometrajes o videoclips, mantuvo su influencia a lo largo de los años con películas como Carretera perdida (1997), Una historia verdadera (1999), Mulholland Drive (2001) o Inland Empire (2006), su último largometraje. Además, era habitual también verle en apariciones en los capítulos de Twin Peaks, pero también en cintas ajenas. De hecho, en el reciente título de Steve Spielberg Los Fabelman (2023), interpreta al cascarrabias John Ford, puro en mano, en el momento real -como así lo contó el propio Spielberg- en el que había conocido al maestro del cine. Si bien Lynch nunca logró un Oscar, sí recibió la estatuilla honorífica en 2019 en reconocimiento de su carrera.
Meditación y creatividad
Detrás de aquel hombre aparentemente retorcido se encontraba lo más parecido que puede existir en la Tierra a un ser de luz. David Lynch conseguía distorsionar la realidad, penetrar en la mente y estrangular los sueños de los espectadores, sí, y también resultaba inspirador y evocaba los deseos más oscuros, pero al mismo tiempo dedicó todos sus esfuerzos a encontrar la clave para lograr una vida plena y se preocupó por compartir sus hallazgos con su público y con los lectores de Atrapa el pez dorado, aquel ensayo en el que desgranó sus reflexiones sobre la meditación y la creatividad.
En 2013, el director de Terciopelo azul visitó por primera vez España para participar en el Festival Rizoma y también ofreció una charla en la inauguración de curso de la escuela de cine TAI. En el auditorio del Museo Reina Sofía habló primero de meditación trascendental y, a continuación, de sus películas. "Un artista no tiene por qué sufrir para mostrar el sufrimiento", dijo en un espacio abarrotado de gente. Años más tarde, en 2020, fue reconocido con el premio honorífico del Festival de Sitges que, a causa de la pandemia, no pudo recoger personalmente en el certamen.
Su familia ha sido la responsable de dar la fatal noticia, que no ha cogido del todo por sorpresa al mundo del cine, después de que el propio director anunciara el pasado verano que todos los cigarros que había encendido a lo largo de sus 78 años -un gesto tan icónico en muchas de sus apariciones y de sus fotografías promocionales- le habían pasado factura con un enfisema pulmonar que apenas le permitía caminar. Nunca quiso dejar de hacer cine, nunca se retiró y es mejor imaginar que así será. Con un buen puñado de películas imprescindibles en la historia del cine como legado y una filosofía de vida inspiradora, uno no sabe si quedarse absorto en los mensajes laberínticos de sus películas o en frases como esta: "Fija la mirada en el donut y no en el agujero".
Bluesman
17/01/2025 09:26
D.E.P. Se van los grandes y quedan los mediocres.