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Arte inacabado: cómo la Cultura nos animó a despreciar los límites

La exposición 'Non finito' -ahora en Valladolid, en febrero en Zaragoza- agrupa casi un centenar de piezas que tienen en común su condición de obras no cerradas

La noción de ‘sociedad líquida’, acuñada por Zygmunt Bauman, sin duda nos define. Expresa de forma muy gráfica esa pérdida de solidez, de referencias, pero también de exigencias, así como del sentido del límite, que caracteriza a lo contemporáneo. El mundo líquido es flexible, abierto, libre, está en constante movimiento y, en consecuencia, es volátil y ligero. Pero también es más frágil y agotador, pues hay que estar constantemente ‘flotando’, si se me permite la metáfora, allí donde apenas existe suelo firme.

Lo líquido es el reino de la incertidumbre y de la indeterminación; de lo que hoy es y mañana quizás ya no; de la duda metódica convertida en duda crónica; del movimiento que se justifica a sí mismo y se desentiende del propósito de conducir a algún lugar… No le faltan defensores entusiastas al mundo líquido, con sus infinitas posibilidades que tientan al carácter insaciable de nuestro deseo. “Que el mundo esté cambiando constantemente hace que la vida sea mucho más divertida y emocionante”, afirmaba recientemente el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga. Pero tampoco le faltan detractores.

El filósofo Gregorio Luri lo ha resumido de forma gráfica: “Una de las características esenciales de nuestro presente es que estamos continuamente abiertos hacia lo posible y olvidamos que eso va siempre en detrimento de la consistencia de lo real. Cuantas más ventanas abiertas a lo posible tengamos, más corrientes de aire tendremos dentro de casa”. Que es otra forma de explicar que, cuanto más volátil es nuestro mundo, menos abrigo y cobijo ofrece al hombre, cuyo estado natural, no lo olvidemos, es el desamparo.

Arte inacabado

Dos preguntas se imponen: Una. ¿Por qué nuestros antecesores no parecían compartir nuestro entusiasmo por el movimiento perpetuo y se esforzaron por construir un mundo sólido? Y dos. ¿Cómo pudo licuarse ese mundo estable de la antigüedad? Ambas cuestiones admiten muchas respuestas, desde luego, pero quizás el mundo del arte nos aporte algunas claves de interés. En concreto, puede ayudarnos a pensar sobre esta cuestión la exposición Non finito. El arte de lo inacabado, que actualmente puede verse (hasta el 9 de enero) en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid (en el edificio del Palacio de Villena), y que a partir de febrero podrá verse en Zaragoza.

Lo bohemio, y su falta de ataduras se convirten en modelo de libertad; el desprecio por la familia nace aquí


La exposición agrupa casi un centenar de piezas que tienen en común su condición de obras no cerradas, por una u otra razón. En unos casos, porque no pudieron terminarse, como El retrato de Mabel Rick, de Sorolla, que falleció mientras lo pintaba. En otros, por tratarse de bocetos, ensayos preparatorios para otras obras, como dos bellísimos dibujos de Tiepolo (Éxtasis de María Magdalena) o Ingres (Estudio sobre una figura alada). Pero también se muestran obras en las que el deterioro del tiempo ha destruido la perfección, o aspiración a ella, que pudiera tener originalmente, lo que se ve muy bien la carcomida escultura funeraria de la Señora de Mogrovejo. Los sueños ilimitados, con Babel y otros proyectos imposibles como metáfora eterna, y la pasión por las metamorfosis, las transformaciones y lo inestable, como las fotos de Marey sobre el movimiento del humo, dan buena cuenta de hasta qué punto el mundo del arte se ha sentido fascinado por lo que está en la frontera, entre varios mundos.

La exposición Non finito, coproducción del Museo de Escultura y de la Fundación La Caixa, proporciona materia prima para un variado campo de análisis. Pero aquí la aprovecharemos, quizás de forma tangencial, para ilustrar el que nos ocupa: ver cómo se ha ido construyendo entre nosotros una cierta ‘mitología de lo inestable’, que se detecta, por ejemplo, en la obra de Estrella de Diego Travesías por la incertidumbre, pero también, de otro modo, en Arte de épocas inciertas, de María Luisa Caturla, un libro crucial en la historiografía española que fue reeditado el año pasado también por el Museo Nacional de Escultura, y en el que su autora, aun apreciando el valor superior de lo estable y sólido, revela su fascinación por lo esquivo y sinuoso.


María Bolaños, directora del museo vallisoletano y comisaria de la exposición Non finito, da algunas claves de esa fascinación por lo fragmentario y por el esbozo: “La modernidad considera la obra inacabada como más vivaz y auténtica, más emocionante, llena de sugerencias. Como un soplo de aire fresco”. Pero hay otra razón: “las obras maestras se nos aparecen envueltas en un aura sagrada que nos paraliza con su perfección”.

Devenir eternamente

No siempre ha sido así, ni mucho menos. Aunque en la exposición hay ejemplos de arte inacabado, o deteriorado, correspondiente a diversos periodos históricos, no es hasta el romanticismo que ese tipo de obras empiezan a verse como valiosas en sí mismas, y no como obras tullidas o fallidas. Y así las esculturas sin terminar de Miguel Ángel Buonarroti ya no son fracasos de un artista que fracasó en su lucha con la materia, sino la mejor expresión de la fragilidad imperfecta de lo humano.

El experto en la visión romántica del arte Javier Arnaldo cita el fragmento 116 de Friedrich Schlegel como la inicial fuente programática del movimiento. Allí puede leerse: “El modo poético romántico está aún en devenir; sí, ésta es su verdadera esencia, que sólo puede devenir eternamente, que nunca puede completarse”. Lo que nos revela que esos rasgos, que tan a menudo consideramos propios de lo moderno, proceden, a fin de cuentas, de aquí, de esta pasión romántica por lo huidizo.

Conviene precisar, en cualquier caso, qué entendemos por ‘obra acabada’ porque a veces se la identifica con ‘obra perfecta’ y eso no está tan claro. El artista prerromántico -no digamos ya quienes elaboraron sus obras en los tiempos en los que ni siquiera tenían derecho a firma- aspira a una perfección supeditada a ciertos límites. Límites impuestos por el estilo de la época (siempre sujeto a cierto margen de deslizamientos), por las exigencias técnicas del género practicado, y por la resistencia que le ofrece la materia con la que trabaja. La búsqueda de perfección del artista clásico tiene poco que ver con la aspiración ilimitada de los constructores de Babel. Sólo cuando el artista se deja llevar por la pulsión ilimitada de su deseo se enfrenta a la imposibilidad total de alcanzar esa perfección que sueña y debe, por tanto, conformarse con las intuiciones y los tanteos.


Caminos por todas partes

El arte clásico sujeta las aspiraciones de perfección al someterla a un marco de reglas y convenciones que protegen la existencia real de la obra de esas corrientes de aire sacudidas por el sueño de lo posible de que hablaba Luri. Sin restricciones, sin límites, el artista goza de plena libertad para recorrer mil y un caminos, pero también es más difícil que de ello resulte algo sólido, salvo que sea capaz de embridarse por sí mismo y delimitar sus propias restricciones. Los efectos de este cambio de visión aparecen ya en el mundo del arte, pero aquí no son graves pues, a fin de cuentas, el arte es un territorio de exploración. Pero otro tipo de consecuencias comienzan a aparecer cuando ese nuevo mundo de valores llega a la sociedad y la penetra.

Cuando el hombre decide emular a Dios, afrontando por sí solo el reto de construir un sentido para el mundo, fracasa una y otra vez

“El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero, por eso mismo, descubre caminos por todas partes”. La cita de Walter Benjamin, abre el apartado de Non finito dedicado a la erosión, pero resume de forma inmejorable esa pasión por el mundo de lo posible frente al mundo de lo real. Visto desde esta perspectiva, todo lo sólido es un lastre, un freno para disfrutar de esas posibilidades ilimitadas que nos ofrece la existencia siempre que huyamos de la tierra firme y nos lancemos al mar.

Esta filosofía, que se ha traducido en una auténtica mitología de la frontera y de la incertidumbre, nació en el mundo del arte y la cultura, impregnó luego la sensibilidad de las gentes, en su modo de afrontar su propia existencia, y, finalmente, afectó a la vida colectiva. La propia existencia personal se convirtió en la arcilla con la que cada cual debía modelar su ‘vida maestra’, con criterios propios del artista. Y lo bohemio, y su falta de ataduras, se convirtieron en modelo de libertad. El desprecio por la familia, con su red de compromisos, limitaciones y expectativas, nace justamente de aquí. De ahí el mérito de un libro como El señor Marbury, de Alfonso Paredes, que intentó demostrar que no hay nada menos estable y aburrido que la cotidianidad familiar. Esa idea errónea de que la existencia es más verdadera cuanto menos sujeta a condicionantes está, cuanto más autónoma es, impide la percepción de dimensiones enteras de la realidad, que suelen esconderse en el matiz y en lo pequeño doméstico. Pero el problema mayor surge, sobre todo, cuando la infección líquida llega a la vida social, que necesita estructuras sólidas y estables para preservar la convivencia.

Desde hace décadas, sin embargo, hemos decidido que todo lo antiguo es caduco y que cualquier idea nueva es mejor. Y, coherentes con ello, hemos sometido a un cruel escrutinio y desprecio a aquello que había demostrado su valía sobreviviendo a las erosiones del tiempo.

El resultado es que hoy ninguna imagen resume mejor la condición del hombre contemporáneo que el mito de Sísifo, empeñado en una tarea sin fin, sin éxito posible. Y es que, cuando el hombre decide emular a Dios, afrontando por sí solo el reto de construir un sentido para el mundo, fracasa una y otra vez, porque sus sueños ideales y sus anhelos están muy por encima de sus capacidades. Y ya sólo le queda como salida convivir con la frustración y levantar una poética del fracaso que le consuele.

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