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La libertad era las tetas de Ágata Lys

La desinhibición sexual de los años de ‘destape’ fue decisiva para imponer, social y políticamente, la hegemonía progresista en la España de la Transición

Es dudoso que se pueda considerar a la actriz Ágata Lys madrina de la Transición, como se ha escrito estos días, tras conocerse su fallecimiento, con el entusiasmo hagiográfico propio de los obituarios. Como mínimo debería compartir tal título con la verdadera musa del periodo, la también actriz Victoria Vera. Y, si nos ponemos quisquillosos, con Marisol, cuyo desnudo en la portada de Interviú marca decisivamente el cambio de época.

Esto no quita para reconocer que, como sex symbol, Ágata Lys fue la reina del periodo. La más prolífica, la mejor pagada, y la que encarnó más decididamente ese ideal de desinhibición que se impuso en aquellos años. La libertad eran las tetas de Ágata Lys (y el resto de partes de su deslumbrante anatomía), pero también las de otras muchas actrices de la época (por ejemplo, las de Fiorella Faltoyano en Asignatura pendiente, o las de Emma Cohen en Solos en la madrugada). La libertad era una teta exhibida en compañía del alcalde Tierno Galván, la de Susana Estrada, como podía serlo también el pubis apenas entrevisto de María José Cantudo en La trastienda. Y tantos otros desnudos.

A caballo del ‘destape’ y el desfogamiento sexual, el progresismo se hizo hegemónico en España. No fue el único factor, desde luego, pero no olvidemos que, entre los 5,3 millones de votos que obtuvo el PSOE en 1977, y los 10,1 millones de 1982 discurren, sobre todo, los años del destape. No sólo fue el cine, sino también el auge de las publicaciones para adultos. Todas esas películas, cómics y revistas que hoy muchos miran con desdén, como expresión de un atávico machismo, fueron entonces las divisiones acorazadas Panzer de la penetración social de la izquierda. La desinhibición sexual fue el primer gran ‘consenso’ del progresismo, al que se sumaron incluso muchos autores y escritores que venían de la derecha franquista y que nunca habían sido devotos del pudor sexual del régimen.

La propia Ágata Lys era muy consciente del papel que había jugado en esa transformación. “En la denominada etapa del destape yo no me desnudaba por dinero, sino por reivindicar la normalidad del desnudo. Nunca tuve vergüenza de mostrar mi cuerpo, y siempre tuve claro que el desnudo no era algo impúdico. Impúdico es robar, mentir, estafar”, declaró al periodista Amilibia en La Razón en 2012. Muchos años antes, en la revista Interviú, aseguraba: “Creo yo que todas las chicas que somos monas (porque no hay que tener falsa modestia) queremos que la gente nos mire a nuestro paso por la calle”.

Y aún insistiría más en esta idea del ‘destape’ como factor de liberación de la sociedad española en declaraciones a José Aguilar recogidas en el libro Las estrellas del destape y la transición. Allí, la actriz vallisoletana, nacida Margarita García San Segundo, afirmaba con rotundidad: “Me desagrada profundamente que se hable en plan peyorativo de aquel cine porque me parece que fue atrevido, interesante y que aportó muchísimo, no sólo al propio mundo del cine, sino a la vida en general de la gente y, por consiguiente, a la sociedad. Éramos personas valientes que, la gran mayoría, no sabía en donde se metía, pero otras sí lo sabíamos, como era mi caso”.

Ágata contra las dobles versiones

El resultado de esa valentía fueron películas generalmente muy deficientes, lo que Lys no ignoraba, pero ella siempre fue consciente de su papel como ariete en el cambio social. De hecho, la actriz no dudó en vincular la función de aquel cine con su propia experiencia personal de superación de represiones como adolescente educada en las carmelitas de Valladolid, e hija de una familia con un marcado sentido del pudor. “Para mí fue una liberación realizar esos largometrajes. Sobre todo porque me castigaban por ponerme bikini cuando iba a la piscina (…) a mí me parecía todo muy hipócrita; esa es la palabra que mejor define aquel momento”.

A Ágata Lys le repugnaba esa hipocresía y se negó a rodar ‘dobles versiones’ con el argumento, muy patriótico, de que ella sólo se desnudaría cuando pudieran verla los españoles.

Hablamos de los años 70, en los que ya se ha producido una notable relajación de costumbres, que ha llegado incluso a la España de entonces, pero en la que el régimen de Franco todavía se esfuerza por evitar el desbordamiento. Son los años en los que se mide la longitud de las faldas en televisión, y también los años de las dobles versiones en cine: una destinada al público español, con escenas sexuales en las que las actrices están en ropa interior, y otra orientada para el mercado internacional, en las que aparecen sin ropa alguna y, a veces, con gestos más explícitos y desarrollos más largos.

De unos años para acá se ha producido una recuperación discreta de este fenómeno con la edición videográfica de algunas películas en esta doble versión. Vistas con los ojos de hoy, muestran con gran nitidez la tosquedad ‘comercial’ con que se afrontaba el sexo en aquellos años, lo que, seguramente, se correspondía con una avidez del público (no sólo español; esas versiones iban dirigidas al mercado internacional) que desde la perspectiva del presente (tan sobresaturado de ofertas y estímulos sexuales) puede resultar muy difícil de entender.

A Ágata Lys le repugnaba esa hipocresía y se negó a rodar ‘dobles versiones’ con el argumento, muy patriótico, de que ella sólo se desnudaría cuando pudieran verla los españoles. Promesa que cumplió holgadamente a lo largo de su abultada filmografía de esos años, pero, sobre todo, en películas como La nueva Marilyn (1976), El erotismo y la informática (1976), Fango (1976) o El transexual (1977), películas, por cierto, hoy imposibles de ver, como otras muchas de este mismo periodo, que han desaparecido del mapa. Ahora bien, la transformación social tuvo también otras consecuencias en las que Ágata Lys también fue pionera. “No me apetece ser madre. No soy lo suficientemente madura”, reconocía. “Para serlo hay que dejar de pensar que eres una mujer hermosa para pensar solamente en la maternidad. Mi altruismo no llega a tanto”.

Sexo como placer

El consenso social en torno a la desinhibición sexual tuvo una sorprendente expresión en el dibujante de cómics Manuel Gago, el creador de El guerrero del antifaz, un cómic habitualmente asociado (injustamente) con los valores del franquismo, por su defensa, desde la pura aventura, de la caballerosidad, tesón y el espíritu de lucha. Su último trabajo, El halcón trovador, que dejó incompleto y no se editó hasta muchos años después de su muerte, es evidencia nítida de ese fervor por un sexo entendido como puro placer y satisfacción de los instintos. Una obra muy reveladora del ambiente social de la época, 1980, por cuanto no fue fruto de ningún encargo, sino un empeño personal.

Los abusos y engaños para lograr que las actrices mostraran finalmente más carne de lo apalabrado estaban a la orden del día

También Susana Estrada reivindicó el papel jugado por esa cultura de la desinhibición: “Estoy segura de haber hecho algo importante por este país al ayudar a los españoles a crecer. Entonces estaba todo prohibido, todo era malo, todo era pecado”, declaró a José Aguilar en el libro ya mencionado. Estrada se muestra dura con las actrices que intentaban justificar su participación en esas películas poco menos que como una imposición, como algo que no les quedó más remedio que hacer. “Son disculpas que muchísimas actrices de aquel momento utilizaban porque se avergonzaban de lo que hacían. (…) Decían que, cada vez que tenían que rodar una secuencia o hacer un reportaje de desnudo, sufrían mucho y llegaban a su casa llorando. Yo decía entonces, y lo sigo diciendo ahora: si tanto te dolía, o tanto te afectaba, ¿por qué lo hacías?”.

Pero, más allá de estas opiniones, no faltan los testimonios de actrices de la época que reconocen haberse visto arrolladas por una moda social, y por una forma de hacer en la industria del cine, que no les resultó, en absoluto, liberadora. De hecho, en ese periodo, el pudor y el respeto a las viejas convenciones se convirtieron en los nuevos pecados sociales. Un estigma que delataba una sensibilidad antigua y atrasada; alguien que no estaba a la altura de los nuevos tiempos progresistas.

Por otra parte, los abusos y engaños para lograr que las actrices mostraran finalmente más carne de lo apalabrado -con trucos groseros, como tirar repentinamente de la sábana que la cubría en la cama- estaban a la orden del día. Y era habitual publicar sin permiso de las afectadas, ni beneficio económico alguno para ellas, fotos de desnudo tomadas durante los rodajes.

Sarampión social

El ambiente de aquellos años, y de los anteriores, daba pie a todo tipo de situaciones turbias. La propia Ágata Lys relató a Pancho Bautista en Carne de cine un episodio de sus inicios. Antes de lograr su primer papel, en diciembre de 1971, con Franco todavía al mando del país, su primer representante la engañó para que acudiera a una fiesta en la que los Rolling Stones iban a presentar su gira por España, y en la que necesitaban chicas guapas que bailaran y amenizaran el acto.

Allí donde tuvo ocasión demostró que era mucho más que un cuerpo tentador

“Cuando llegué a la casa comprobé que todo era un camelo”. Los Rolling no estaban ni en pintura, por descontado, y, en su lugar, se encontró con “un lío de drogas, de industriales y con un señor marqués dispuesto a organizar un ‘numerito’ con cama redonda y todo”. Las chicas debían desnudarse para que el personaje las tomara medidas, como parte de un supuesto proceso de selección, pero de paso las acariciaba y besaba por aquí y por allá. Pese a su juventud, Ágata Lys no cedió a la presión y tras atrincherarse en su ropa interior, que se resistió a quitarse, salió corriendo de allí en cuanto pudo con su vestido de la mano.

Otras actrices han relatado su incomodidad en los años del destape al tener que quedarse sin ropa delante de un productor para que comprobara si su físico daba la talla para la película que estaba preparando, y en la que, por descontado, tendrían que desnudarse. La también actriz Esperanza Roy, en cambio, lo veía muy normal: “Era lo usual. Imagínate si no te veía el director y luego en el rodaje resultaba que tenías las tetas que te llegaban al suelo”. Roy reconoce que se cometieron muchos excesos pero recuerda aquel periodo como algo parecido a un “sarampión” social. “El destape era algo por lo que había que pasar”.

Para Ágata Lys fue la ocasión de darse a conocer, ganar fama y obtener un dinero que se cuidó de ahorrar, para no tener necesidad económica, y poder elegir sus trabajos. Pero su condición de sex symbol fue también, inevitablemente, un lastre para su desarrollo profesional que la dificultó acceder a papeles que no fueran de maciza. Aun así, lo logró, y hay acuerdo general en que sus interpretaciones en Los santos inocentes, de Mario Camus; Familia, de Fernando León de Aranoa: Taxi de Carlos Saura; o El huerto del francés de Jacinto Molina, entre otros muchos papeles secundarios, revelan a una actriz de talento.

“Una actriz sólida”, en palabras del empresario teatral Enrique Cornejo, también vallisoletano como ella, que resalta el esfuerzo de preparación profesional que realizó en sus inicios. “Tenía una buena dicción y no se olvidaba los diálogos”, recuerda. Y allí donde tuvo ocasión demostró que era mucho más que un cuerpo tentador. Incluso si en algunas de esas películas de calidad su atractivo erótico seguía estando presente. O incluso si seguía desconcertando a todos. Como hizo, por ejemplo, cuando interpretó en el teatro con su pelo rubio de entonces a la Doña Inés del Don Juan Tenorio de Zorrilla -primero en su ciudad natal Valladolid y luego en Madrid- demostrando a quien quisiera verlo que podía convencer y conmover incluso escondiendo su escultural cuerpo tras los hábitos de una monja.

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