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Cultura

Democracia tabernaria

China y el dilema de regular el acceso de los niños a la consola

¿Excesiva intromisión en la familia o un Gobierno cumpliendo con su deber? Recurrir a san Agustín y santo Tomás ayuda a orientarse

Un menor chino disfruta de un vídeojuego
Un menor chino disfruta de un vídeojuego

El otro día leí que el Gobierno chino ha promulgado una ley que limita el uso de los videojuegos entre los niños: sólo podrán dedicarle a la consola ―en modo online, al menos― tres horas a la semana repartidas entre los viernes, los sábados y los domingos. Me envió el enlace de la noticia un buen amigo que, de paso, me preguntaba si creía que aquello era una intromisión ilegítima del Estado en la vida de las personas o si, por el contrario, lo consideraba una réplica justa y necesaria a un mal, el de la adicción a los juegos virtuales, cada vez más extendido. Como estoy estructuralmente incapacitado para ese vértigo gnoseológico que nos exigen las redes sociales, yo le respondí que necesitaba tiempo para pensarlo, que no podía pronunciarme así, a bote pronto.

En realidad, la pregunta es peliaguda, y mi demanda de un margen para la reflexión no podía estar más justificada. Por un lado, ¿Cómo permitir que el Estado se inmiscuya tan burdamente en la vida familiar? ¿No deberían ser los padres quienes decidieran cuánto tiempo dedican sus hijos a la consola? Por otro, ¿Cómo creer que la autoridad política puede tolerar, indolente, la propagación de un mal tan abiertamente nocivo para el bien común? Si el deber del gobernante estriba en desvelarse por el bien de sus gobernados, ¿por qué impedirle cumplirlo en este ámbito concreto?

Como nuestra época recela de la intervención estatal, como recela, en verdad, de cualquier cosa que pueda constituir un límite para la acción del hombre, estaremos inclinados a pensar que, efectivamente, la autoridad política no debe pronunciarse sobre el tiempo que los infantes dedican a las videoconsolas, y mucho menos legislar al respecto. Comprendo la postura, que es razonable, pero me gustaría ejercer de abogado del diablo: si recuperamos una concepción clásica de la política, nos percataremos de que la implicación del Estado en esta cuestión ―en la que, por cierto, las familias se han revelado mayoritariamente inoperantes― es legítima o de que, al menos, no es tan claramente ilegítima como cabría sospechar.

China y San Agustín

Frente a los liberales, que pretenden confinar la política en la estrechez de la gestión tecnocrática, y los intervencionistas, que la ordenan a un mórbido bienestar económico y sanitario, los clásicos nos recuerdan que el gobernante ha de desvelarse también por el bien moral de los gobernados, por su realización como personas. De hecho, tal y como se nos muestra en varios pasajes de La ciudad de Dios, san Agustín percibe en la política gestora, ésa que atiende a la pujanza económica de la comunidad y se desentiende de todo lo demás, un síntoma de delicuescencia:

Quizá debemos exigir a los políticos que se preocupen menos por la curva del déficit y más por la carcoma que corroe la unidad espiritual de nuestras comunidades

"(Es un mal) que los pueblos prodiguen sus aplausos no a los defensores de sus intereses, sino a los que generosamente dan pábulo a sus vicios. Que no les den mandatos difíciles, ni se les prohíban las impurezas; que los reyes no se preocupen de la virtud, sino de la sujeción de sus súbditos; que las provincias no rindan vasallaje a sus gobernadores como a moderadores de la conducta, sino como a dueños de sus bienes y proveedores de sus placeres (…); que las leyes pongan en guardia más bien para no causar daño a la vida ajena que a la vida propia; que nadie sea llevado a los tribunales más que cuando cause molestias o daño a la hacienda ajena, a su casa, a su salud, o a su vida contra su voluntad; por lo demás, que cada cual haga lo que le plazca de los suyos, o con los suyos, o con quien se prestare a ello".

Advertimos que, a juicio de san Agustín, los políticos no son simples administradores de la riqueza comunitaria, sino "moderadores de la conducta". Su responsabilidad con los gobernados trasciende el ámbito de lo económico para adentrarse en el de lo antropológico. No sirven tanto al bienestar (económico) como al bien (común). Son aquéllos que, como nos enseña santo Tomás de Aquino en su Monarquía, deben procurar los medios necesarios para que la sociedad alcance sus fines: "La intención de cualquier gobernante debe dirigirse a que cuanto él se encarga de regir procure la salvación. Porque compete al capitán conducir la nave al puerto de refugio, conservándola intacta contra los peligros del mar. Pues el bien y la salvación de la sociedad es que conserve su unidad, a la que se llama paz, desaparecida la cual desaparece asimismo la utilidad de la vida social (…) Por eso el Apóstol recomendó unidad al pueblo fiel. Preocupaos, dijo, de guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz".

Una vez asumida la dimensión moral del quehacer político, una vez aceptado el intimísimo vínculo que lo ata al bien común, nuestras certezas sobre el interrogante con el que abríamos el artículo empiezan a desdibujarse como los contornos de un bosquejo expuesto a la pertinacia de una lluvia fina. Quizá, quién sabe, el Gobierno chino sí haya obrado rectamente. Y quizá, quién sabe también, nosotros debamos exigirles a los políticos que se preocupen un poco menos de la curva de déficit y un poco más de la carcoma que va corroyendo, lenta pero implacable, la unidad espiritual de nuestras comunidades.

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