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Cultura

Bill Murray y por qué los buenos siempre ganan

Los hombres buenos siempre ganan porque todavía podemos honrarles intentando parecernos un poco a ellos cuando ya no están

Vanesa Nérida

Mi abuelo siempre dice: “Haz el bien y no mires a quién”. Al parecer es una frase que le solía repetir su padre, viudo cuando mi abuelo era apenas un niño. Si hay alguien que puso en práctica aquella enseñanza, ese es mi tío Pedro, al que esta semana encontraron sin vida en su huerto. Mi abuelo sabe lo que es enterrar a una madre y enterrar a un hijo. Y bien podría preguntarse que cómo puede esta vida ser tan perra.

Cuando a la gente buena, como mi tío, le pasan cosas malas, no podemos evitar preguntarnos qué sentido tiene todo esto. Si no sería mejor mandarlo todo al garete. Y después de mucho barruntar he llegado a la conclusión de que sí, de que ser una buena persona vale la pena. Bien lo sabía Bill Murray en ‘Atrapado en el tiempo’ (1993).

En la película de Harold Ramis, todo un clásico de los siempre infravalorados 90, Bill Murray interpreta al hombre del tiempo de una cadena de televisión que viaja a Pansatoni (Punxsutawney) para cubrir el festival del Día de la Marmota. Él y su equipo se ven obligados a quedarse en el pueblo por el temporal de nieve, y Murray descubre que al día siguiente es otra vez el Día de la Marmota, y al siguiente, y al siguiente… Vive en un bucle temporal del que solo él es consciente.

Durante ese eterno retorno, el personaje de Murray hace de todo; se emborracha; liga con chicas; comete todo tipo de locuras; intenta seducir a su compañera Rita (Andie MacDowell), de la que está profundamente enamorado; ocupa su tiempo de mil maneras ociosas… hasta que descubre que ninguna le llena. Que su vacío y aquel infinito tedio no tienen fin.

Entonces decide quitarse la vida. Lo intenta lanzándose con el coche por un barranco, electrocutándose, ahogándose… Pero al día siguiente vuelve a amanecer en aquel hotel pueblerino, ese día invernal de la marmota, y con I got you babe, de Sonny y Cher, saludando otra monótona e idéntica jornada.

Muchos viven en una cárcel del tiempo, en la que cada día, cada semana, cada mes y cada año apenas se diferencia del anterior. Tras intentarlo todo, Bill Murray decide cambiar de estrategia, aprovechar ese día, que será el único que pueda vivir, para hacer todo el bien que pueda a su alrededor. Se dedica a conocer las necesidades de los vecinos, salvar al gato que se ha subido al árbol, al bebé que van a atropellar… en definitiva, a intentar ser una buena persona.

A muchos nos gustaría vivir en una película, porque la mano humana que escribe el guion siempre tiende a abocar la historia a un desenlace justo. En un mundo sin justicia, el arte nos permite soñar con su existencia. Murray consigue, siendo bueno con los demás, enamorar de verdad a Rita y que desaparezca la maldición del Día de la Marmota, despertando, esta vez sí, un día después, con la mujer de su vida entre sus brazos y los copos de nieve haciendo sonar una suave melodía en las ventanas del hotel.

Creo que mi tío Pedro sabía todo esto sin haber sido castigado por Dios con un Día de la Marmota. En el fondo, el pueblo de 900 habitantes en el que pasó toda su vida era una suerte de Pansatoni para él. Siempre dispuesto a ayudar a cualquiera sin pedir nada a cambio, sin rechistar y sin hacerse notar. Las cosas sencillas llenaban su vida como bien enseñan los sabios griegos. Y es que el cariño de la gente, un café por la mañana en casa de los padres, un vino al mediodía con los amigos, una tarde plantando tomates y un gin-tonic fresquito antes de acostar, es más que suficiente.

Cuando un rival político de Pedro tuvo a su mujer en el hospital, mi tío fue a verla, algo que desconcertó al paisano y le granjeó su admiración. “Una cosa es la política y otra es la vida”, dijo Pedro, que fue alcalde 8 años. El filósofo Rob Riemen dice que “el arte de ser humanos radica en la nobleza de espíritu”, y pone el ejemplo de Sócrates. A los menos nobles les depara el castigo de Ovidio, condenado por el emperador Octavio Augusto a la tierra de Tomis, donde nadie hablaba latín y la soledad eterna se convirtió en la tortura del poeta.

Los hombres buenos siembran en el huerto de la vida un cariño que siempre da frutos. Cuando ya no están, todo nos parece una broma de mal gusto. Que los renglones torcidos de Dios son la existencia en su conjunto. Pero los hombres buenos siempre ganan, porque todavía podemos honrarles intentando parecernos un poco a ellos cuando ya no están. Hora de ir al huerto.

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