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Mémesis

La doble vida de Carla. Una historia sin sexo

No es lo que parece

Dormir en el sofá viendo programas “B” en canales “C” no había sido la mejor idea. Dejar la lámpara encendida tampoco, aunque se tratase de una luz cálida que enfriaba mis sueños.

La lámpara de mi salón Fuente

La discusión con Mikel la noche anterior había sido la guinda que no quería comer como final del jueves. Otro jueves:

—Tú sabrás lo que haces, pero nosotros no necesitábamos un teléfono móvil cuando teníamos 10 años.

Necesitaba levantarme, mojarme la cara y peinarme para olvidar aquello. Se hacía tarde.

Un bote de laca más... Fuente

 

Se escuchaba ya el campanilleo de la cucharilla en la taza de café. Mikel también estaba despierto.

—Buenos días.

Se oyó un murmullo.

Intenté provocar una mirada de reconciliación y fijé mis ojos en el dulce que él había comprado la tarde anterior en el horno del barrio:

—¿Qué es sexo?

El Donuts de Mikel Fuente

 

Faltaron milésimas de segundo para darme cuenta que había deconstruido el pronombre “eso”, añadiendo como ingrediente secreto una “X”. Milésimas de segundo después me ruborizaba. Milésimas más tarde Mikel me lanzaba una mirada gélida.

No hubo reconciliación.

Salí de la cocina y recorrí el pequeño pasillo hasta la habitación de Anna. Aún dormía. Le lancé un beso y como siempre, le susurré:

—Te quiero, mi niña.

.

.

¡No debía olvidarme de coger monedas para el parking!

Monedero de andar por casa Fuente

 

Siempre llevaba las prisas a cuestas: corriendo escaleras abajo, acelerones en el aparcamiento para no quedarme en mitad de la rampa de salida, nervios, señales horarias, llegada al parking de la estación de metro,...

Y ya dentro… 25 minutos de descanso físico, que no mental.

Sentada en el metro aprovechaba para revisar la encriptada vida social de mis amistades. Aquellos estados de ánimo fingidos, cual orgasmo; fotos de familias felices con sus pequeños retoños; aquel meme, ese meme, el mismo meme.

— ¡Maldito viernes!

El meme del viernes Fuente

 

Mi estación.

Prisas sobre aquellos zapatos que servían para restaurar fachadas. “¿Por qué no llevaré puestas unas malditas zapatillas hasta llegar al trabajo?”

De camino al trabajo Fuente

 

Algo exhausta llegué a mi oficina. El responsable de mi departamento (me niego a decir su cargo en inglés) aún no estaba en su puesto de trabajo. Mala señal.

La silla del puto jefe. Fuente

 

De nuevo ante mi mesa de trabajo, el lugar donde pasaba una tercera parte de mi vida. Frente a mí, dos portarretratos: uno de Mikel abrazando a Anna recién nacida y otro de mis mejores amigas en aquellos locos meses de estudiante Erasmus en Copenhague.

Mis amigas danesas. Fuente

 

¡Qué tiempos! Aquél fue el tren que dejé para tomar otro de vuelta a casa. El amor no ató lo suficiente mi alma.

Por delante otra jornada de 8 horas ante el ordenador solo interrumpida, esporádicamente, por el responsable de mi departamento:

—Pásese a hablar conmigo.

Todo el día con la mano en el ratón. Fuente

 

Cuando oía esas cuatro palabras pasaba de etapa llana a etapa con puerto de categoría especial. Por eso cada vez respiraba con más dificultad,... me faltaba el oxígeno.

 Necesitaba respirar entre montañas. Fuente

 

Aquel día no sería una excepción —más siendo viernes—Seguro que aparecería el Calvo de la Lotería a decirme aquello de: “¡Qué la suerte te acompañe!”. Pero el acompañamiento sería de otro estilo:

—No tengo todo el día, Sra. Martínez, acompáñeme al despacho del Sr. Menéndez.

—Voy.

El despacho no había cambiado y aún seguía teniendo aquella fotografía de no sé qué glaciar y que más bien era una burla del dueño de aquel lugar. Un tipo que usaba toneladas de laca a diario para conseguir dominar su tupé euclidiano.

Deshielo glaciar. La foto del despacho del jefe. Fuente

 

Todo quedó en 10 minutos de soporífera charla sobre la motivación de los trabajadores de la empresa: que si la misión, que si la visión, que si este mes tardaríamos más en cobrar...

Pasaron los minutos y llegó la hora de almorzar y de volver a constatar que Mikel seguía pensando que la mortadela te la regalan a puñaos, como el perejil.

El bocadillo preferido de Mikel. Fuente

 

Una vez terminé aquel bocadillo —impropio para mi vida sedentaria— fui a la máquina de café para tomarme el primero de la mañana. Necesitaba un redoble de cafeína.

Sentada con el café entre mis manos saqué mi maltrecho teléfono móvil. Un aparato curtido en mil y una batallas de vestidos sin bolsillos y chaquetas sin cremalleras.

Mi Iphone. Fuente

¡¡22 MENSAJES!!

Jamás había experimentado tal orgía comunicativa.

La sorpresa se desvaneció cuando comprobé que todos eran de Anna. Su grupo de amigas del cole había llenado mi cicatrizado terminal de fotos de la granja-escuela.

Las fotos de la granja de Anne Fuente

 

La jornada laboral finalizó con una pequeña fiesta de despedida de Katherine, la responsable de producto en el este de Europa. Viéndola sonreír nadie diría que estaba afligida en aquel ritual del “¡¡Ahí os quedáis!!”.

Sus fotos en Facebook confirmarían todas mis sospechas.

Katherine tiene un secreto entre las manos. Fuente

 

Viernes. 16.00h. Enfilé la puerta. La temperatura en la calle era más que agradable. Caminé hasta la segunda parada de metro de mi trayecto ordenando ideas y organizando lo que quedaba de tarde.

De vuelta a casa. Me acechan las sombras de siempre. Fuente

 

Aún tuve tiempo de sentarme 10 minutos en un parque con la idea de echarle un vistazo a los mensajes que Mikel me había mandado durante el paseo.

El parque favorito de Anne. Fuente

 

¡¡La barbacoa!! —Lo había olvidado por completo— Mikel me pedía encargarme de comprar algunas cosas que faltaban para la fiesta.

Así que dejé todos mis pensamientos en aquel banco del parque y corrí hacia la boca del metro. Aún quedaba tarde... aunque no la suficiente.

En el metro. No es hora punta. Fuente

 

Fui todo el trayecto lamentando aquella dichosa fiesta de amigos y mi mala memoria. Habían echado al traste todos mis planes de un fin de semana de relax y pocas calorías.

Llegué exhausta al lugar donde había aparcado mi coche, lo puse en marcha y conduje hasta el supermercado.  Ya dentro, móvil en mano, fui repasando todo lo que Mikel me había encargado:  Ketchup, tomates, carne…y carne y más carne. ¿5 kilogramos?.

La compra para la maldita barbacoa

 

Creo recordar que pasé por caja. Ya me hará memoria el extracto mensual del banco. Llegué a recoger a Anna 20 minutos después de que lo hubiesen hecho los demás padres. Lo primero que dijo la pequeña al entrar en el coche:

—Mamá, aquí también huele a cerdo.

—¿Qué?

Llegamos a casa con la tarde cayendo a través de la ventana.

Torre Agbar  Fuente

 

Tumbada en el sofá, con Anna jugando ya en su habitación, escuché las llaves de Mikel al entrar en casa.

—Hola —dijo tras cerrar la puerta.

—Hola.

—¿Qué tal tu día, Carla?

—Demasiado sexo por hoy. Me voy a dormir.

     

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