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Cultura

Billy Budd o por qué todas las historias de mar son historias políticas

Una imagen de la ópera Billy Budd, basada en la novela homónima de Melville, que se representa el el Teatro Real.

Los hombres son como los barcos: árboles sin raíces. Leños que el mar empuja. Comparten un viaje: huyen o dan caza a un monstruo, puedan o no arponearlo. Sí, los hombres son como barcos. Madera arrancada de la tierra firme: el mástil de donde se sujeta la vela que el viento habrá de propulsar y el palo del que serán prendidos los amotinados y traidores; las víctimas y los victimarios. El aparejo de una rara justicia que lleva siglos soplando. A los mástiles y las velas, a los culpables y los probos, los une el naufragio, la confusión y la niebla, tal y como le ocurre a como Billy Budd, el marinero que habrá morir colgado, aun siendo inocente del delito del que se le acusa y cuya historia hoy bate como un oleaje en el patio de butacas de un teatro a oscuras. Porque si los hombres son como los barcos –árboles sin raíces, astillas que hunden a otras-, las historias de mar son historias políticas.

Billy Bud: una novela que Herman Melville escribió en 1891 y se publicó en 1924, treinta y seis años después de su muerte, que sirvió de inspiración a Benjamin Britten para componer una ópera estrenada en Covent Garden en 1951 (con las cámaras de gas Auschwitz y Treblinka aun humeantes) y que se representa en el Teatro Real de Madrid hasta el 25 de enero. A lo largo de sus doscientas páginas –o de los dos actos de Britten-, se relata la historia de Budd: un  joven bastardo que ni siquiera conoce su edad o su lugar de nacimiento y que en el verano de 1797 es reclutado a la fuerza como marinero del Indomitable, un navío militar británico de 64 cañones que, en plena guerra contra la Francia revolucionaria, debe acudir a la batalla escaso de tripulación.

Budd es un ser excepcional, “un bárbaro con principios, como debió de ser Adán hasta que la sofisticada serpiente se le enroscara buscando su compañía”, escribe Melville. Alguien que no sabe leer, pero sí cantar, “como el iletrado ruiseñor” que sin conocer el verso o la métrica, ni siquiera las vocales o consonantes, se convierte en “el compositor de su propia canción”, tal y como reza la excepcional edición bilingüe que el sello Langre acaba de publicar en el volumen Billy Budd, el gaviero. O para ser más exactos: Billy Budd, Sailor.  La historia de Billy Budd la extrajo Melville de su vida mercante para levantar una de las más hermosas novelas que sobre el bien y el mal se hayan escrito, incluso después de Moby Dick: la de un hombre en la víspera de su muerte, ese destino dictado por tribunal de guerra y  que su protagonista acepta empujado por una irracional candidez: la lealtad a su patria y su Rey. Un  raro sentido del sacrificio de naturaleza más civil que religiosa.

Anunciado por su excepcional belleza, fuerza y bondad, Billy Budd sube al Indomitable con un entusiasmo que eclipsa a los oficiales y a la tripulación entera: al culto e intachable capitán Vere –que aun queriendo salvar al chico tendrá que acatar las leyes de la guerra  y dejarlo morir-, y por supuesto, al oscuro maestro de armas, John Claggart, quien al ver el aplomo del muchacho al despedirse del navío donde sirvió anteriormente, Rights o’ Man (Derechos del Hombre, para más señas), percibe el brillo que afea a quienes carecen de él. Por eso Claggart  condena a Budd con su lección de maldad: nadie puede ser así de noble, nada permanece incorruptible. Así que traza un complot y acusa a Budd de organizar un motín. Es justo ahí donde Melville coloca la diana: en el talón contra el que Paris lanza su flecha contra Aquiles. A la bondad, belleza y fuerza de Billy Budd  sólo las afea un defecto en el habla, una rara tartamudez que aparece en los momentos de mayor arrebato y que le impedirá defenderse al ser acusado de traición.

En la novela de Melville, un brillante narrador omnisciente guía al lector por las grietas y corrientes de una vida que, como las nieblas en las batallas y la acción del presente, confunde a quienes combaten y acelera la velocidad de un barco que habrá de colisionar. En la ópera de Britten, ese papel lo desempeña la versión envejecida del capitán Vere, quien perseguido por la culpa de aquella muerte que no evitó por su excesivo apego a la ley, relata a su auditorio esta tragedia en la que Billy Budd, el condenado a muerte, le ofrece su bendición mientras trepa al palo del que será colgado.

Un navío de guerra es una aldea, escribe Melville. Y es cierto, un barco en el mar es una república habitada por quienes deciden arrancarse de la tierra firme para ser, durante días y noches, el bosque de Macbeth. Árboles portátiles. Conrad -ay, La línea de sombra-, Melville, Verne, Galdós, Maupassant, Tólstoi, Chéjov, Kipling, Baroja, Salgari, Saki, Hemingway... ¿Cuántos no han visitado ese oleaje entre vivos y muertos, víctimas y victimarios?  Esa lenta sopa que mueve los mares y golpea el corazón de quien está a punto de aplaudir una tragedia que podría ser la suya.

Cuando Lope de Vega se enroló en la Armada invencible, en 1588, lo perseguían suficientes fantasmagorías como para buscar en el océano una redención y un nuevo precipicio, un cachalote con el cual arponear su demasiado genio y zafiedad. En aquel entonces, Lope había cumplido diez años de destierro por vilipendio, y no contento con la pena (y sin duda despojado del suficiente escarmiento) raptó a su siguiente enamorada: Isabel de Urbina. Fue en esa grieta de su biografía cuando se enroló en el galeón San Juan que partió de Lisboa para invadir Inglaterra. El ataque fracasó, pero la guerra duró 16 años. De aquellos días surgieron estos versos de su Égloga a Claudio: “Joven me viste, y vísteme soldado,/ cuando vio los armiños de Sidonia,/ la selva Caledonia/ por Júpiter airado,/ y las riberas de la Gran Bretaña/ los árboles portátiles de España”. Aquellos tiempos de soldados que escribían. Batirse en una guerra … ajena o propia.

Ya lo escribió Jon Juaristi en su ensayo Árboles portátiles (Taurus): los barcos alojan a una comunidad marcada por el viaje. Por eso los versos de Lope, como la prosa de Melville, cruzan mares de la misma forma en que los libros cruzan el tiempo o la música atraviesa el corazón. Son el bosque que se mueve y el viento que atiza a las velas y  balancea a los ahorcados. El aparejo de quienes viven y de quienes relatan. Ese mar revuelto de quienes lloran en el patio de butacas de un teatro a oscuras, arponeados por su propio océano. Sí, las historias de mar son historias políticas. Y los hombres… árboles sin raíces. Leños que el mar empuja.

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