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Opinión

Yolanda Díaz o el arte de lo imposible

La estrategia funciona porque lo que se vende en realidad no son soluciones sino culpables, algo para lo que siempre habrá mucha más demanda

Yolanda Díaz gana las elecciones en Chile
Yolanda Díaz. EUROPA PRESS

La lección política más importante de 2021 llegó al límite del cierre, cuando faltaba sólo una semana para el fin de año. La lección no estaba contenida en un libro, en un informe o en una tribuna; fue una intervención de la ministra de Trabajo en la cadena Ser. Yolanda Díaz decía esto sobre la culminación de su gran proyecto ministerial: "La reforma laboral se deroga políticamente, porque técnicamente no se puede".

Díaz había escrito unos meses antes el prólogo a una nueva edición del Manifiesto comunista, pero esta frase de once palabras -once eran también las marxianas Tesis sobre Feuerbach- podría aparecer perfectamente como cita en El príncipe de Maquiavelo, que fue marxista antes -y mejor- que el propio Marx.

Forma parte de un movimiento que es más actitud que programa, una actitud que tiene más en común con los niños de diez años que con personas adultas

Díaz es una mujer que viene del Partido Comunista y que llega al ministerio en representación de un partido que tiene como lema “Sí, se puede”. Forma parte de un movimiento que es más actitud que programa, una actitud que tiene más en común con los niños de diez años que con personas adultas. La actitud consiste en afirmar siempre, sobre cualquier cuestión, que lo único importante es la voluntad. Que no hay nada imposible. Que si existe el mal es porque no se lucha contra él con determinación. Que lo único que se necesita para que todo cambie es que ellos lleguen al poder. 

Pero luego llegan al poder y viene la letra pequeña. “Es que estas cosas necesitan tiempo”. “Es que la gente tiene que poner de su parte”. “Es que necesitamos gobernar en solitario”. O la última: “Es que técnicamente no se puede”. Justo ahí, con la proporción correcta -un poco David Copperfield, un poco comercial de seguros- es donde la política alcanza su máxima expresión como modulación aparente de la realidad a través del lenguaje. No importa que algo no sea técnicamente posible, basta con que sea posible políticamente para vender compromiso y éxito. Para convertir cada gran fracaso en una pequeña victoria y en una nueva promesa.

La perpetua promesa de lo imposible, lejos de suponer un coste para los prestidigitadores, se convierte en un beneficio constante. Y funciona porque lo que se vende en realidad no son soluciones sino culpables, algo para lo que siempre habrá mucha más demanda. A lo mejor no es técnicamente posible eliminar el racismo, pero podemos ponernos políticamente de rodillas y señalar a los que permanecen de pie como los únicos obstáculos para la paz mundial. Podemos usar el Congreso y la calle para embadurnar a los otros con la capita grasienta del machismo. Y podemos garantizar la desaparición política de las violencias estructurales mientras tratamos de impedir con violencia, técnicamente, una conferencia, una investidura o incluso un paseo en campaña electoral.

Se trata de prometer la derogación del capitalismo mientras se imita a Nike y a Adidas, aunque luego no se pueda derogar ni una simple reforma laboral

Las palabras de Yolanda Díaz pueden parecer ridículas al principio, pero sólo al principio y sólo lo parecen, porque en el fondo forman parte de una estrategia que funciona. Se trata de vender un proyecto, una actitud, una marca. Se trata de prometer la derogación del capitalismo mientras se imita a Nike y a Adidas, aunque luego no se pueda derogar ni una simple reforma laboral. Se trata de pasar constantemente del Impossible is nothing al Just do it

Ese Just do it podría servir también como resumen político del año que termina, y hemos visto al menos dos maneras de ponerlo en práctica. La primera ha sido la de Pedro Sánchez. “Hazlo, que no pasa nada”. Así llegaron los indultos a los golpistas del procés y se normalizaron los pactos con Bildu. Aquí el arte de lo imposible también jugó su papel, pero en sentido contrario. De lo que se trataba en esas cuestiones no era de vender lo imposible como posible, sino de vender que la realidad era imposible, y que lo empíricamente comprobable no existía. Pasamos, por ejemplo, de leer y escuchar cómo la izquierda abertzale había alcanzado el máximo nivel de virtud política cuando prometió que ya no se harían homenajes a presos de ETA a ver cómo unos días después recibían en Pamplona con aplausos y cohetes al último preso que ha salido de la cárcel.

Una medida tremendamente ambiciosa y novedosa para derogar los botellones tras el último palo a la hostelería: cintas de plástico alrededor de los parques

La segunda variante ha sido la preferida del Gobierno central para enfrentarse -es un decir- a la pandemia, pero también ha triunfado entre los gobiernos autonómicos. En estos casos no se trata de un “hazlo” cínico -basado, dirían los jóvenes-, sino despreocupado, castellsiano. Es un “hazlo” como de “a mí qué me cuentas”, de aparentar que se hace algo para no mostrar que no se sabe qué hacer. Así es como ha vuelto la absurda obligación de la mascarilla en exteriores. 

Y así es como hemos acabado el año en el País Vasco, con una medida tremendamente ambiciosa y novedosa para derogar los botellones tras el último palo a la hostelería: cintas de plástico alrededor de los parques. Técnicamente no ha servido para nada, claro. Pero como podría decir Yolanda Díaz en el prólogo a las Tesis sobre Feuerbach, de lo que se trata no es de interpretar ni transformar el mundo, sino de saber gestionar las promesas políticamente.

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