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Opinión

La verdad y sus escoltas

Donald Trump.

El uso de una terminología impropia hace imposible dar cuenta de lo que estamos viendo. Así, por ejemplo, con palabras como agallas, escamas y aletas, adecuadas para ocuparnos de los peces, nos costará mucho describir un elefante. Esa es la analogía que utiliza Masha Gessen en su libro Sobrevivir a la autocracia, cuya primorosa traducción al castellano acaba de editar Turner, para indicar la dificultad que el recurso al vocabulario político habitual ofrece cuando queremos dar cuenta del Estado mafioso de Donald Trump, que desprestigia a todo el mundo: a sus afines porque se vuelven cómplices de la corrupción, y a sus enemigos porque los acusa de ser corruptos.

Con precisión quirúrgica nuestra autora escribe que la tentativa autocrática de Trump empezó con una guerra a las palabras a semejanza de los líderes totalitarios del siglo XX y de los autócratas del siglo XXI como Vladimir Putin o Viktor Orbán, especialistas en usar las palabras para decir lo contrario de lo que estas significan; es decir, invirtiendo su significado. El inolvidado Arturo Soria y Espinosa nos tenía enseñado que primero es el robo verbal y luego viene el robo en efectivo. Y sucede que cuando algo no se puede describir no forma parte de la realidad compartida. Para Trump y sus secuaces -mentirosos y defensores acérrimos de su derecho a la mentira- no existen hechos en el universo, tampoco ningún problema de confianza; lo que hay es el poder que exige respeto y confiere el derecho de hablar sin ser cuestionado. 

De modo que tener razón es una cuestión de poder, no de hechos probados. Esta es la base de las mentiras trumpianas de las que no hay forma de defenderse porque evoca una realidad diferente y obliga a elegir entre la propia experiencia y las exigencias del abusón de patio de colegio como precisa Gessen. Así la realidad se bifurca y “lo que sucede” en un momento determinado consiste en acontecimientos reales de una parte y en lo que Trump dice de otra, sin que a menudo exista relación alguna entre ambas cosas. Cabe también recurrir a Rafael Sánchez Ferlosio para indagar sobre la falsedad de algunas verdades que vendría a demostrarse por el hecho de que su séquito no se componga de estudiosos, sino de guardaespaldas.

Es de la mayor importancia que la ciudadanía rehúya la docilidad y luche contra el embaucador con ayuda de una educación generosa en el suministro de vitaminas críticas"

De ahí que debamos ser muy cuidadosos en cuanto se refiere al procedimiento para llevar a cabo actuaciones contra la desinformación, de la naturaleza de las aprobadas por el Consejo de Seguridad Nacional en su reunión del 6 de octubre, que ha terminado publicando el Boletín Oficial del Estado del pasado 5 de noviembre. Porque la primera cuestión reside en saber a quién, a qué autoridad o agencia, se confiará la capacidad de declarar que una news es fake y a quién se dotará del poder de bloquear su difusión. Residenciar esos poderes en el área del Gobierno induce a la sospecha. Cuánto mejor activar a los ciudadanos de a pie para que aborden los medios y las redes sociales desde una distancia crítica, en vez de que se comporten como el ganado lanar que diría Luis María Anson. Porque es de la mayor importancia que la ciudadanía rehúya la docilidad y luche contra el embaucador con ayuda de una educación generosa en el suministro de vitaminas críticas. 

Un examen atento del texto de la Orden PCM/103020, de 30 de octubre que firma la vicepresidenta primera, ministra de la presidencia, relaciones con las Cortes y memoria democrática, no pasaría el control de alcoholemia ni la más elemental auditoría lingüística. Que el briefing ofrecido a los periodistas el viernes día 6 fuera encomendado al general Miguel Ángel Ballesteros, director del departamento de Seguridad Nacional, en ausencia de Iván Redondo, director del Gabinete del Presidente, y de Miguel Ángel Oliver, secretario de Estado de Comunicación, causó una pésima impresión. Continuará. 

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