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Opinión

Un cruasán

Hemos cambiado un país paralizado por la pandemia por un país paralizado por la huelga del transporte

Es como si lo tuviera delante. Como si lo pudiera volver a tocar, a destripar con los dedos, a saborear. Como si un pedazo de mantequilla se estuviera derritiendo en mi boca mientras tecleo estas palabras. Es curioso que haya cosas aparentemente tan insignificantes como un cruasán, que no se olvidan. Aquel me pareció perfecto en su forma. En su brillo. En su color. Ni muy claro, ni muy oscuro. Con el corazón bien gordo y blando y las puntas crujientes. Lo rescaté de entre otros muchos en aquel bufete con aroma a café y lo coloqué sobre un plato blanco e inmaculado que no tardé en teñir de marrón cuando vi un cuenco inmenso relleno de nocilla.

Convertí, de pronto, el desayuno en una especie de cuadro que encajaba al dedillo en la pared que inventé en la terraza de ese hotel en el que busqué refugio del ruido. Era temprano, pero el sol pegaba con fuerza en la costa de México donde las olas del mar del Caribe arrastraban ya el rumor de una pandemia que empezaba a brotar en España.

Inmortalicé ese instante. Movida, quizá, por un pálpito tenebroso. Y lo colgué en Instagram bajo el siguiente pie de foto: “Recuerda los momentos de felicidad para cuando la infelicidad sea mucha.” Era el 12 de marzo del 2020 y esa frase que había leído y subrayado tiempo atrás en un artículo de periódico, no fue más que un presagio de la infelicidad que, a partir de ese momento, vendría a sacudirnos a todos como un puñetazo seco. Dos días después, Pedro Sánchez decretaba el estado de alarma por segunda vez en España. “El heroísmo consiste en lavarse las manos, en quedarse en casa y en protegerse a uno mismo para proteger al conjunto de la ciudadanía”.

Miedo. Dolor. Angustia. Desconocimiento. Ansiedad. Aplausos. Videollamadas. Mascarillas. Gel hidroalcohólico. Teletrabajo. El silencio en las calles. En los cementerios. El bullicio en los hospitales. La falta de abrazos, de sonrisas, de viajes

Dos años, se cumplen en estas fechas, de esas declaraciones del presidente del Gobierno que vinieron a revolucionar lo que entendíamos por normalidad. ¿Las recuerdas? Yo tengo la sensación de que han pasado demasiadas cosas desde entonces. Y nada buenas. Un confinamiento. Más de 100.000 muertos. Cerca de once millones de casos confirmados de coronavirus en nuestro país. Miedo. Dolor. Angustia. Desconocimiento. Ansiedad. Aplausos. Videollamadas. Mascarillas. Gel hidroalcohólico. Teletrabajo. El silencio en las calles. En los cementerios. El bullicio en los hospitales. La falta de abrazos, de sonrisas, de viajes. Cuántos meses sin poder ver, tocar, besar, estrujar a mi madre. A mis hermanos. A mis sobrinos. Se escribe fácil, se vive difícil.

No sé tú, pero yo me harté de escuchar, durante semanas, que saldríamos más fuertes… y lo cierto es que no fue más que una suerte de eslogan publicitario que compramos, desesperados, como quien adquiere el último detergente del mercado para probar suerte con esa mancha que no desaparece.

No sé la memoria, pero la vida sí que se adapta a las nuevas circunstancias. Y es la guerra la que ahora nos ocupa

Lo que no hubiéramos imaginado entonces es que, 730 días después, y con la variante ómicron haciendo todavía de las suyas, la palabra coronavirus ya no ocuparía apenas portadas. Sólo dos años después de que aterrizara en España, tras embarcar en Wuhan, he tenido que bajar y bajar el cursor del ordenador para dar con algún resquicio de la pandemia en los principales digitales. Porque ni el más rebuscado de los guiones cinematográficos hubiera previsto que hoy, en pleno siglo XXI y a las puertas de Europa, sería una guerra la protagonista de las noticias.

Hemos cambiado un país paralizado por un virus por un país parado por una huelga de transportistas. El miedo al contagio por el temor a un bombardeo. La histeria por el papel higiénico por la compra desmesurada de aceite de girasol y briks de leche. La mascarilla tras el balón en los patios de colegio por comentarios como éste de un niño de siete años: “Dicen que hay un señor que se llama Putin y que tiene un botón que, si aprieta, destruye el mundo”. La cruda realidad marcando un gol en porterías infantiles.

Escribe Joan Didion en Noches azules que “el tiempo pasa. Los recuerdos se borran, la memoria se adapta”. No sé la memoria, pero la vida sí que se adapta a las nuevas circunstancias. Y es la guerra la que ahora nos ocupa. La guerra y sus consecuencias. Humanas. Económicas.

Por eso, dos años después, vuelvo al sabor de aquel cruasán. A degustar esos días en los que todo esto era impensable. En los que nada de esto era posible.

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