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Opinión

El tempo del cambio tecnológico

Imagen de archivo de un usuario utilizando un ordenador.

Uno de los grandes misterios económicos de los recientes años, para el que aún no hay una explicación convincente (más bien muchas que compiten), es el bajo crecimiento de la productividad en no pocos países occidentales. En particular, esta evolución sorprende más porque afecta a países como los Estados Unidos, ejemplo tradicional de economía dinámica. Es en este caso en particular donde este misterio cobra relevancia, impulsando el trabajo de no pocos economistas, que escarban en datos para desenterrar las razones de esta evolución tan decepcionante.

 La productividad es quizá la variable macroeconómica más relevante de todas, pues explica por sí sola el crecimiento económico a muy largo plazo. Sin embargo, y paradójicamente, es de las más escurridizas para ser medida. En realidad, su medición resulta cuando menos discutible. Lo óptimo sería poder evaluar la productividad de todos y cada uno de nosotros, los trabajadores, y agregar a un dato macro todas estas productividades individuales para obtener un valor con el que poder realizar cualquier análisis. Sin embargo, monitorizar a los trabajadores para poder medir su productividad es imposible, ya que gran parte de lo que somos capaces de hacer todos y cada uno de nosotros en nuestro puesto de trabajo no solo corresponde a nuestra particular esfera personal, sino que es el compendio de la puesta en uso coordinada del conjunto de los factores que participan en la producción. Por ejemplo, yo puedo ser más productivo no solo porque he ganado en experiencia tras años trabajando en mi empleo, sino porque además uso mejores herramientas, como puede ser un ordenador o me han asignado un compañero que facilita mi trabajo a través de las llamadas externalidades del capital humano.

Por eficiencia podemos entender desde la mejora del software utilizado, la capacidad de las computadoras, la calidad de las instituciones políticas o de las regulaciones laborales

Es por ello que tratamos normalmente de buscar la definición menos mala de productividad. La tradicional es la llamada productividad aparente del trabajo, la que resulta solo de dividir el producto, o valor añadido, por el número de trabajadores u horas trabajadas. El problema es que esta medición, como su nombre indica, es “aparente” asignando solo al trabajador la capacidad productiva, cuando, como he dicho, esta productividad es el compendio de numerosos factores puestos en uso de modo coordinado, como el capital físico o la gestión empresarial, entre otros. Es por ello que se ampliaron las definiciones, y los cálculos, de productividad hacia otras variedades, de las cuáles la más relevante es la Productividad Total de los Factores (PTF), que mide el aumento de la capacidad productiva que no viene derivada por el aumento del uso de los factores, es decir, aquél aumento de la producción que sólo se podría explicar por la eficiencia. Sin embargo, esta definición tiene sus propios problemas, como por ejemplo que no sabemos muy bien qué medimos, ya que por eficiencia podemos entender muchas cosas: desde la mejora, por ejemplo, del software utilizado, la capacidad de las computadoras o la calidad de las instituciones políticas o de las regulaciones laborales.

Dicho esto, y dada la dificultad obvia de medición, podemos utilizar ambas medidas con las reservas propias de quien usa una aproximación para medir un evento y su evolución. Así, lo que observamos cuando calculamos el crecimiento de la productividad a lo largo del tiempo es que, independientemente de cómo la midamos, en los últimos años esta evoluciona de forma decepcionante. Si miran la figura que les muestro a continuación, en la parte de arriba disponen del crecimiento de la productividad aparente del trabajo para los Estados Unidos desde 1861 y, abajo, de la PTF desde 1891. La tasa de crecimiento es la línea celeste, pero para poder capturar mejor esta tendencia he dibujado la media móvil de diez años en color naranja. Centrémonos en esta última.

Productividad.

Pueden comprobar que si miran los últimos años, la evolución de la productividad arroja los peores crecimientos de casi toda la serie, excepto por algunos años de finales del siglo XIX o principios del XX. Pueden a su vez ver que este mínimo se ha alcanzado por una tendencia decreciente que, poco a poco, muy lentamente, parece irremediablemente acontecer desde los años 50. Hubo, eso sí, un pequeño repunte durante los noventa, asociado particularmente a la computarización de la economía. Desde entonces, se observa una tendencia decreciente que, si lo miran detenidamente, poco parece tener que ver con la Gran Recesión.

Los economistas están tratando de entender qué ocurre. Hay varias explicaciones, como la inadecuada medición de la productividad y de la producción, como consecuencia de la aparición de nuevos productos, algo que no convence demasiado pues esto podría servir también para los años 90 y sin embargo no parece que haya habido en aquella década una caída en la evolución de la productividad. Además, es difícil ajustarlo a la tendencia a largo plazo observada. También, otros hablan de una caída de la inversión y otros de que simplemente estamos ante un cambio tecnológico que tiene más de fachada que de verdadera revolución productiva.

Puede que aún estemos en la fase inicial de la revolución tecnológica y haya que esperar para que esta se traduzca en una mayor productividad, como ya ocurrió con la máquina de vapor y la electricidad

Existe otra posibilidad y es la que me apetecía en el día de hoy comentar. Podría ocurrir que para que el actual cambio tecnológico impulse la productividad se necesite aún tiempo. Por ejemplo, la intensa ola de automatización de la actividad productiva basada en el uso de computadoras que se experimentaron durante la segunda mitad del siglo XX tiene su inicio después de la Segunda Guerra Mundial, intensificándose a partir de los años sesenta o setenta. Sin embargo, no es hasta la segunda mitad de los ochenta y los noventa cuando reconocemos un importante incremento de la productividad. Debemos imaginar la sensación de los ciudadanos de hace cincuenta años conociendo la existencia de máquinas que calculaban solas, ordenadores que llevaban a la Luna, o de jóvenes que miniaturizaban esas máquinas que antes ocupaban habitaciones enteras en pequeñas cajas que se podían colocar en la mesa del salón. Todo ello tuvo que suponer un shock en las mentes de los años sesenta y setenta, algo parecido con lo que hoy podemos estar experimentado con innovaciones más recientes. Sin embargo, el importante aumento de la productividad se observa casi veinte años después de la aparición, por ejemplo, del APPLE 1, cuando una vez el aprendizaje y la implantación tecnológica han terminado y la economía aprovecha las sinergias de las inversiones anteriores.

Estos costes de aprendizaje, podrían pues implicar incrementos moderados e incluso nulos de la productividad mientras la tecnología se asienta, pero después el esfuerzo se traduciría en aumentos intensos cuando esta se termina por asimilar. Podría ser que, en la actualidad, estemos de nuevo en esa fase en la que toca simplemente esperar. Recuerden que ni la máquina de vapor, ni la electricidad elevaron la productividad en el mismo instante en el que se trataron de introducir en los procesos productivos.

En todo caso, existen como he comentado muchas otras posibles explicaciones y entre todas ellas compiten a ver cuál es la que mejor podría explicar la tendencia actual de la productividad. Todo se andará y todo se verá. De momento toca trabajar, investigar e indagar.

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