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Opinión

Sociedad liberal

Mientras los ciudadanos no recuperemos la responsabilidad de decidir, mientras no limitemos el poder de los políticos, seguiremos viviendo en un Matrix

La Universidad de Navarra pide a todos sus alumnos acreditar su estado de vacunación
Una joven recibe la vacuna contra el covid-19. Europa Press

“¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!” Don Quijote a Sancho. Capítulo LVIII.

¿Qué es una sociedad liberal? ¿Pueden establecerse las bases mínimas por las que debería regirse? La propia definición del término a muchos resultará contradictoria, pues no cabe duda de que el liberalismo es, en sí mismo, la prevalencia del individuo frente al colectivo. Para muchos colegas, existe de hecho una contractio in terminis. Sin embargo, y siendo consciente de las limitaciones que la vida en común impone al desarrollo del individuo, no es menos cierto que todos vivimos y compartimos en común, que nos hemos dotado de estructuras sociales que buscan potenciar esos puntos de unión y que, en muchos aspectos, son más las ventajas que los inconvenientes. Y que, pese a ello, es posible distinguir distintos niveles de intervención del estado, desde la planificación de todas las acciones que plantea el socialismo hasta la mínima que pretendemos algunos. Sin renunciar a la vida en común, existen sin embargo ciertas figuras que deberían limitarse al máximo, de cara a lograr la máxima expresión del individuo. Una sociedad en la que todos tengan las mismas oportunidades, que motive el progreso individual y con él, el colectivo, en la que el motor del ascenso sea el valor que generamos, y no la envidia del éxito ajeno, y en la que el respeto a los credos e ideas de los demás sea la esencia de las relaciones. Esa, y no otra, es la ruta que define el liberalismo.

Allí donde el mercado no llega

En una sociedad liberal, las administraciones deben tener el mínimo tamaño posible para garantizar las condiciones anteriores. Esto supone un gobierno pequeño, tan pequeño como sea posible. Limitar el poder de los políticos es fundamental en ese sentido, de forma que los ciudadanos deberían escoger, conscientes y responsables, quiénes van a ser sus representantes, fuera de unas listas cerradas y bloqueadas que reproducen todos los males asociados a la endogamia partidista. Los servicios públicos no deben suponer una barrera de entrada a los privados, sino más bien al contrario, actuando allí donde el mercado no llega. ¿Qué sentido tiene que una empresa pública ande repartiendo paquetes, cuando decenas de empresas privadas lo hacen y no nos cuestan 264 millones de euros al año? Pensemos también en la educación, tanto obligatoria como universitaria. Establezcamos que, efectivamente, la educación es el primer activo con el que cuenta la persona para progresar, por lo que todo individuo debe tener garantizado el acceso a una educación de calidad que le permita aprovechar al máximo sus capacidades, sean cuales sean.

Los incentivos, siempre, son la base de la búsqueda de la excelencia; tener una financiación blindada y constante, independientemente del rendimiento alcanzado, es garantía de fracaso

Aquí, el poder político se asienta, en la actualidad, en dos pilares: un modelo que impone qué debe estudiarse y qué no, sin dejar a los centros más que una capacidad residual sobre la optatividad; y un sistema de financiación que favorece a los establecimientos frente a los estudiantes. ¿No sería deseable que los centros decidiesen libremente qué materias y qué contenidos impartir, compitiendo entre ellos, y que los afectados pudiesen escoger? ¿No sería más eficaz financiar al alumno, y no al centro educativo? En muchos lugares, en los que no existe mercado por ausencia de masa crítica, todo seguiría más o menos igual. Pero en muchos otros, en ciudades medianas y grandes, la competencia entre los centros por captar alumnos introduciría una presión que redundaría, inmediatamente, en una mejora de la formación de los alumnos, que buscarían los mejores centros. Los resultados de PISA, peores año tras año, nos señalan a las claras las deficiencias del actual modelo educativo. Los propios centros privados, tanto de educación obligatoria como universitaria, podrían competir por esos alumnos en igualdad de condiciones con los públicos. Al introducirse el cheque escolar, el centro educativo se esforzaría en conseguir alumnos. Los incentivos, siempre, son la base de la búsqueda de la excelencia; tener una financiación blindada y constante, independientemente del rendimiento alcanzado, es garantía de fracaso. Si no se plantea, siquiera, la posibilidad de un cambio es porque el político sigue viendo ambos elementos como una prolongación de su poder. “Tienes la educación que yo quiero y no digas nada, porque yo te financio.” Si la educación es un derecho, debe ser el individuo quien lo ejerza, y no otro quien lo haga por él.

Ausencia de debate

Con la sanidad ocurre otro tanto. Por supuesto que tenemos un derecho reconocido al acceso a la misma. Pero ¿debe articularse imprescindiblemente a través de un sistema público? ¿No cabría exigir al ciudadano un seguro de salud obligatorio que le garantizase acceder a los servicios médicos? Leía el otro día sobre los costes de ese seguro para una persona de 65 o más años. En un sistema como el propuesto, nadie accedería al seguro con esa edad, sino en el momento de su emancipación. Una prima nivelada, que carga hoy los cuidados probables que se darán en el futuro, sería una solución para mitigar los incrementos que inevitablemente se dan hoy en día. De nuevo, la ausencia de debate sobre el sistema de financiación lleva al desconocimiento de alternativas.

Que el estado utilice todos los recursos para perseguir el fraude es loable, pero que la persecución al ciudadano, sin coste para los inspectores, sea moneda común no es admisible

¿Tiene sentido que Hacienda trate al ciudadano como un delincuente, invirtiendo la carga de la prueba en todo el proceso, eliminando la presunción de inocencia? Que el estado utilice todos los recursos para perseguir el fraude es loable, pero que la persecución al ciudadano, sin coste para los inspectores, sea moneda común no es admisible. El caso de Xabi Alonso es el más mediático y próximo, pero es sólo la punta del iceberg. ¿Tiene sentido que, con diecisiete sistemas sanitarios carísimos, el ciudadano no pueda decidir, concertando la cita correspondiente, dónde va a recibir su primera o segunda dosis de la vacuna contra el coronavirus? ¿Que en un centro de salud no hagan pruebas inmediatamente a menores de otra comunidad autónoma con síntomas de covid porque no tienen cita previa, y que queden al amparo de un seguro privado, voluntario, cuando el riesgo, se nos señala, es público?

Son muchas las dudas que surgen, y que deberían ser objeto de debate. Sin embargo, nuestros próceres prefieren discutir si el punto de asistencia contra la violencia contra las mujeres debe ser rosa, azul o violeta. Mientras los ciudadanos no recuperemos la responsabilidad de decidir, mientras no limitemos el poder de los políticos, seguiremos viviendo en un Matrix en donde triunfará la sensación de libertad, y no la verdadera libertad. Se lo seguiremos debiendo todo.

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