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Opinión

Un Estado desarmado jurídicamente frente a la rebelión impropia

Los doce líderes independentistas acusados por el proceso soberanista catalán que derivó en la celebración del 1-O y la declaración unilateral de independencia de Cataluña (DUI), en el banquillo del Tribunal Supremo.

La condena a los políticos independentistas por un delito de sedición constata lo que algunos hemos venido denunciando tiempo atrás: la supresión del delito de sedición impropia tras la aprobación del Código Penal de 1995, siendo Ministro de Justicia Belloch, evidencia que nuestro Estado de Derecho se encuentra jurídicamente desarmado para combatir los delitos de nuevo cuño que atentan contra el orden constitucional.

Frente a la tentación de dejarse llevar por las algaradas políticas interesadas que ponen en el centro de la diana a los Magistrados que integran la Sala Segunda del Tribunal Supremo, se impone la necesidad de enfrentar la cruda realidad: la insuficiente tipificación de estos delitos en la actualidad y su necesaria interpretación en el marco del respeto a los principios limitadores del Derecho Penal, ha dejado al Tribunal Supremo con las manos atadas en cuanto a la calificación jurídica de los hechos acontecidos en Cataluña entre septiembre y octubre de 2017, que difícilmente puede ser otra hoy que la de sedición, aunque algunos consideremos que se hayan forzado las costuras de este delito.

Aunque desde un punto de vista estrictamente político ambos delitos pueden ser considerados un golpe de Estado, jurídicamente existen notables diferencias: mientras que en el delito de rebelión el bien jurídico protegido es el orden constitucional, en la sedición lo es el orden público. Efectivamente, el delito de rebelión castiga a quienes se alzaren violenta y públicamente para, entre otros fines, derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución o declarar la independencia de una parte del territorio nacional. Por su lado, el delito de sedición castiga a quienes se alzaren pública y tumultuariamente para impedir la aplicación de las leyes y obstaculizar el cumplimiento de las decisiones judiciales.

No cabe duda que el objetivo de los condenados era y es declarar la independencia de una parte del territorio, subvirtiendo así el orden constitucional en Cataluña, fines que encajan con los del delito de rebelión y no con los de sedición

De la lectura de ambos artículos se extrae que el legislador penal del año 95 estableció una distinción entre ambos delitos atendiendo a los fines perseguidos por su autor y a la esencial concurrencia de violencia para integrar el tipo de rebelión. Dado el carácter finalista del delito, no basta con valorar la concurrencia de cualquier tipo de violencia, sino que ésta sea la adecuada o necesaria para conseguir los objetivos del tipo penal teniendo siempre en cuenta que la pena es la última ratio y, por lo tanto, la interpretación de los tipos penales debe ser siempre restrictiva. Todo ello lleva al Supremo a que, pese a dar por probada la violencia, se considere que la misma no reunió la entidad y los requisitos necesarios para conseguir los fines de la rebelión, calificando pues los hechos como rebelión. Pero el razonamiento del Tribunal deja desnudo el flanco de la finalidad del delito, pues no cabe duda que el objetivo de los condenados era y es declarar la independencia de una parte del territorio, subvirtiendo así el orden constitucional en Cataluña, fines que encajan con los del delito de rebelión y no con los de sedición.

Pero, como ya he comentado, poco más podían hacer los Magistrados del Supremo, dado que la rebelión que persigue la independencia sin violencia, esto es, la rebelión impropia, no está tipificada como delito en nuestro ordenamiento. Así lo quiso el legislador del 95, y los políticos independentistas catalanes que declararon la independencia el 1-O siempre han obrado siendo muy conscientes de esta suerte de limbo legislativo: sus llamamientos explícitos y públicos a la no violencia no responden a un espíritu pacífico, sino que evidencian una estrategia muy meditada que les permitiese esquivar responsabilidades de orden penal por estos delitos tan graves.

Aunque todo lo expuesto evidencia el origen del problema, qué duda cabe que nuestra clase política es experta en maniobras de distracción que le faciliten eludir su responsabilidad en materia legislativa, porque si hay algo de lo que no puede acusarse al independentismo catalán es de no haber avisado mucho antes sobre cuál era su hoja de ruta hacia la independencia. Alguien muy benevolente diría que las ansias secesionistas se hicieron patentes con la consulta ilegal organizada por Artur Más el 9 de noviembre de 2014, pero la realidad es que en la sociedad y política catalana se había creado el caldo de cultivo mucho tiempo atrás. Si, a pesar de todas las señales de alerta, el bipartidismo fue incapaz de blindar penalmente la salvaguarda del orden constitucional con la tipificación del delito de rebelión impropia, es el turno ahora de los españoles de reprochárselo en las urnas, en lugar de caer en la trampa recurrente que nos tienden para que señalemos a los tribunales.

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