Opinión

El dardo de Arranz

Los rufianes han ganado otra batalla: España, en la UCI

Los aparatos traductores para legnuas cooficiales que los diputados de Vox han dejado en el escaño de Pedro Sánchez
Los aparatos traductores para legnuas cooficiales que los diputados de Vox han dejado en el escaño de Pedro Sánchez EFE

Viajo estos días por Indonesia -irresistible en la estación seca- e invierto mis días en la observación calmada de los paisajes de Java, donde interminables carreteras cruzan ciudades abarrotadas de vida, como Yogyakarta, y atraviesan arrozales, maizales o palmerales mientras muestran un horizonte donde volcanes como el Merapi humean y recuerdan que un cinturón de fuego puede alterar la paz en cualquier momento con un rugido, un temblor y un escupitajo de magma.

Moverse entre las islas de este país permite apreciar el variopinto carácter de sus habitantes. Los altavoces de las mezquitas de Java llaman al rezo a las 5 de la mañana por primera vez para una población que, en su inmensa mayoría, es moderada. En Sumatra Occidental impera la sharía, mientras que en Bali conviven las mezquitas con los templos budistas y los hunduistas. El pasado viernes, en el centro de Denpasar -capital de Bali-, se celebraba un ritual de cremación de cadáveres. Allí me explicaron que es todo un privilegio para las familias el poder participar en la ceremonia, por la que pagan 100 millones de rupias -unos 6.000 euros- para poder purificar a su difunto. En este país joven conviven credos, razas e idiomas, como en tantos otros puntos del planeta. Aquí existen hasta 700 lenguas o dialectos. Algunos se hablan en islas tan remotas que ni siquiera tienen un denominador común con ninguna otra. Sólo el Estado como entidad administradora.

No hay nada como tomar distancia de los debates patrios para apreciar mejor su irracionalidad. “Os pasa igual que en Malasia”, añade, mientras explica que en Indonesia, pese a la multiplicidad de idiomas, el único oficial es el bahasa

Explico a una persona local la problemática que existe en España con respecto a las lenguas oficiales y suelta una carcajada. Después, reflexiona sobre la variedad de ecosistemas, culturas y gentes de este país. No hay nada como tomar distancia de los debates patrios para apreciar mejor su irracionalidad. “Os pasa igual que en Malasia”, añade, mientras explica que en Indonesia, pese a la multiplicidad de idiomas, el único oficial es el bahasa. Es el que se emplea en los debates parlamentarios, en la Administración, en los colegios, en las liturgias, en los dentistas y en las panaderías. Después -continúa-, cada familia habla en privado como quiere, pero en público es una señal de normalidad el comunicarse en el único código oficial. Es decir, en la lengua de las relaciones públicas, los negocios y la diplomacia interna. Para todo lo demás, sirve el inglés, muy extendido entre los jóvenes con formación.

Existe cierta confusión con respecto al concepto de “variedad”. Los más cándidos y maledicentes suelen transmitir que este término es sinónimo de riqueza, cuando no siempre es así. Porque la multiplicidad de elementos y de causas puede conducir también al desorden, al caos o al absurdo. Un Estado que trata de potenciar los rasgos comunes frente a los elementos disgregadores no cae en un comportamiento autoritario, sino que simplemente hace uso de su autoridad (de su legitimidad a fin de cuentas) para tratar de cohesionar su territorio y homogeneizar a su ciudadanía.

Se acostumbra a citar países con una situación política tan disfuncional como Bélgica, cuya historia en nada se asemeja a la española. Pero eso no importa. Cualquier ejemplo, por peregrino que sea, es válido

Eso no significa que sea irrespetuoso con el patrimonio cultural de cada una de sus regiones y localidades. No creo que ningún país que no haya descendido al nivel de la persecución interna o la paranoia totalitaria atente contra su propia riqueza para favorecer a una facción interna (y adivinen quiénes han creado un muñeco que apercibe a quienes hablan español en el patio del colegio). Sin embargo, un país debe defender sus símbolos comunes, los códigos que entiende su población y, en definitiva, sus elementos definitorios. Los que están amparados por el interés general y garantizan el mejor funcionamiento de sus servicios públicos. De lo contrario, se debilitará. Se estará disparando en el corazón y dando pie a que sus enemigos internos y externos se lo repartan por trozos.

El siniestro filibusterismo político que se practica en España desde hace décadas ha provocado que se imponga la idea de que el empleo del español en el ámbito público -como la lengua del administrador- supone una discriminación para el resto de los idiomas del país. Se acostumbra a citar países con una situación política tan disfuncional como Bélgica, cuya historia en nada se asemeja a la española. Pero eso no importa. Cualquier ejemplo, por peregrino que sea, es válido para estas facciones políticas que buscan la balcanización de España con exiguos porcentajes del voto total, pero con el enorme apoyo social que otorga una izquierda que comparte su argumentario porque ahora toca. Porque lo dicta Moncloa, lo reproducen sus terminales mediáticas y lo comparten sus votantes.

Debería reflexionar esa izquierda social lobotomizada sobre este asunto y sobre las consecuencias que tocará pagar en la vida diaria si se acentúa la brecha entre las regiones españolas

Así que se celebró esta semana un simbólico pleno en el Congreso de los Diputados en el que algunos portavoces se expresaron en lenguas periféricas, que nada tienen de malo, pero que no son la mayoritaria. La que hablan más de 500 millones de ciudadanos en el mundo. La única que es oficial en todo el territorio nacional y la única que debería ser indispensable en lo público, tanto para dar un discurso en la Carrera de San Jerónimo como para pasar consulta en Vic o en Azpeitia. El resto es esperpéntico. Supone agravar la disfuncionalidad del Estado y potenciar los grupos excluyentes, las fronteras artificiales y los privilegios de una clase política nacionalista cuya única pretensión es extraer de sus territorios cualquier elemento que recuerde a España para imponer su proyecto patriótico al Estatal. Conviene tener en cuenta este factor porque quienes reclaman mayor respeto a la diversidad de los pueblos españoles son los más excluyentes con todo lo que tenga aspecto de “mesetario”, extremeño o andaluz. A esos no los quieren en sus territorios con los mismos derechos que los nativos. ¿Hace falta revisar los textos publicados por Quim Torra?

Debería reflexionar esa izquierda social lobotomizada sobre este asunto y sobre las consecuencias que tocará pagar en la vida diaria si se acentúa la brecha entre las regiones españolas como consecuencia del desinterés del Gobierno de España por utilizar su autoridad para defender el uso de los elementos comunes en todo el territorio nacional. El ejemplo del Parlamento resulta dramático en este sentido. Si ni siquiera el Estado está en condiciones de defender el empleo del español en la sede de la soberanía nacional, ¿qué ocurrirá en los colegios, los centros de salud o las ventanillas públicas en las provincias de Gerona o Guipúzcoa?

Un país que mire por su futuro y aspire a imponer lo razonable dentro de sus fronteras nunca debería comportarse con tal actitud sediciosa. Los gobernantes que consienten estas lacras para conseguir votos parlamentarios están cometiendo una negligencia que roza la traición. Y eso no se lo merecen los españoles que pagan diligentemente sus impuestos y sólo aspiran a tener vidas tranquilas.