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Opinión

Lo siento

Diez años se cumplen, estos días, de uno de los arrepentimientos que permanece intacto en el imaginario español

Lo siento
El rey emérito Juan Carlos I. Europa Press

Es complejo el perdón. No sólo sentirlo y pedirlo, también aceptarlo. Cuántas familias rotas por no pronunciar esa palabra a tiempo. Por no asimilarla. Cuántas relaciones. De amor. De amistad. Historias esculpidas durante años, quebradas en segundos por la ausencia de un arrepentimiento sincero tras una palabra mal dicha, un comportamiento erróneo o un gesto equivocado.

“Pide perdón” me imploraba mi madre cuando, siendo cría, se me escapaba una mueca, una contestación, una patada inocente en una de esas riñas infantiles que, entonces, eran como una pelea en el ring del patio del colegio. Pero, más allá del ruego, me faltó siempre una explicación que me hiciera comprender lo mucho que abarcaba un “lo siento”.

Hoy hago repaso de las veces que he tenido la valentía de entonar esa expresión y lo cierto es que podría contarlas con los dedos de una mano y quizá hasta me sobraría alguno. No es, desde luego, motivo de orgullo cuando han sido tantos los fallos en estos 39 años. Sin embargo, cuánto cuesta aferrarse a un término que no está en los libros de texto, ni cuelga de los carteles publicitarios que invaden las calles. Que hay que buscarlo para encontrarlo. Que raras veces está presente en las conversaciones, en los periódicos, en los informativos. Casualmente, este mediodía, la palabra ha captado mi atención al escucharla, de fondo, en la radio. “Salah Abdeslam, principal acusado y único superviviente de los atentados de París, pide perdón, entre lágrimas, a las familias de las 130 personas que murieron en 2015 víctimas de aquellos ataques terroristas.” La noticia se ha colado en mitad de un boletín y reconozco, además, que lo primero que he pensado ha sido: “no me lo creo”. Y como yo, seguro, muchos de vosotros.

Agarrado a una muleta, saliendo de una habitación tras una operación de cadera, entre el blanco de la pared y el marrón de la puerta de madera, lo que imprimía a la escena un aire aun más sombrío

De tan poca presencia, el perdón es casi como si no existiese en este mundo en el que sólo hay espacio para la perfección y no para los errores, las meteduras de pata. Quizá por eso hay perdones que no se olvidan. Diez años se cumplen, estos días, de uno de los arrepentimientos que permanece intacto en el imaginario español. “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir.” Estoy convencida de que no es necesario que escriba, a continuación, el nombre del autor de esta frase ya célebre. Tuvo lugar en abril del 2012. Un gesto sin precedentes. Recordaréis la escena. Agarrado a una muleta, en una escenografía preparada hasta el extremo, saliendo de la habitación de un hospital tras una operación de cadera, entre el blanco de la pared y el marrón de la puerta de madera, lo que imprimía a la escena un aire aun más sombrío… un rostro compungido mira a cámara y escupe, en apenas seis segundos, esa frase que marcará un antes y un después en la historia de su reinado. En la historia de su “campechanía”.

Con ese “me he equivocado”, quiso Juan Carlos I aplacar aquellas voces que rugían enfurecidas contra un safari inoportuno, secreto, casi clandestino, a Botsuana. Pero también entonces pensé lo mismo: “No me lo creo.” Porque no basta con pedirlo, hay que sentirlo. Y seis segundos no son suficientes para restablecer la confianza en una corona que hace diez años puso en erupción un volcán que continúa arrojando lava.

Le deja a uno desnudo y frágil ante sus adversarios. Con sus inseguridades y debilidades al descubierto. Le hace humano. Y, al parecer, no es eso lo que se busca. Lo que vende.

Cuesta pedir perdón. Y si ya es complicado para los que pisamos tierra, mucho más para quienes levitan, las 24 horas del día, deslumbrados por los focos de las cámaras. Para todos aquellos que nos gobiernan y cuyas decisiones dirigen el rumbo de un país. ¿Os viene a la mente algún presidente o algún político que lo haya hecho? Pronunciar un “lo siento” desde las alturas debe ser como asomarse a un abismo sin fondo. Le deja a uno desnudo y frágil ante sus adversarios. Con sus inseguridades y debilidades al descubierto. Le hace humano. Y, al parecer, no es eso lo que se busca, lo que vende.

Es complejo el perdón. No sólo sentirlo y pedirlo, también aceptarlo. Hay que ser, de hecho, generoso para hacerlo. Estar liberado de resentimientos, de rencores. He percibido reflejado esto que escribo en una película, Mass, de Fran Kranz, cuando una de las protagonistas, una madre “huérfana” de hijo, grita entre lágrimas: “Os perdono. Os perdono de verdad”. Perdonar. Necesario también para seguir viviendo. La escena ocurre casi al final de la cinta. Minutos después, la sala se queda prácticamente a oscuras, iluminada apenas por el brillo tímido de unos títulos de crédito blancos y el silencio como banda sonora. No escucho ni una respiración. Sólo un piano, ligerísimo, y el eco del estupor que deja el perdón cuando se asume.

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