Opinión

El 'Principio Felipe González' o la cancelación de la verdad

Es el mantra del posmodernismo constructivista, según el cual no existen verdades objetivas, datos de la experiencia ni significados del discurso, sino solamente constructos sociales

El expresidente del Gobierno, Felipe González.

En una valiosa entrevista publicada ayer en este medio, la diputada exsocialista y trans Carla Antonelli ataca a su antiguo partido por retroceder con la Ley Trans ignorando, según ella, que “el 80% de los españoles está a favor de la ley”. Estas declaraciones llegan días después de que Felipe González afirmara, en un autobombo de presidentes socialistas, que “en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”. Estamos pues ante la manifestación de una mentalidad política y su estrategia de poder, consistente en negar que existan verdades políticas diferentes a las que apoye la mayoría del momento, aunque sea una mayoría inventada o, mejor aún, si es invención del Tezanos de turno.

Es el mantra del posmodernismo constructivista, según el cual no existen verdades objetivas, datos de la experiencia ni significados del discurso, sino solamente constructos sociales (incluido el sexo según la teoría queer) y palabras que se lleva el viento. Estamos aburridos de leérselo a Derrida, Rorty o Laclau (que lo tradujo de la filosofía al neocomunismo hegemonista). Pero es más raro que lo diga un político, incluso tan cínico y de vuelta de todo como González; indudablemente ha resumido muy bien el credo del populismo derivado que erosiona la democracia liberal: en la democracia, la verdad solo es una variable estadística (un abuso, dijo Borges). Para abreviar, vamos a llamarlo "Principio Felipe González".

El problema es que es una máxima cínica. En efecto, no rechaza que haya maneras de saber si algo es verdad o mentira, bueno o malo, posible o imposible; solo proclama que en democracia importa lo que crea la mayoría de votantes. En consecuencia, el político debe inventar las preferencias más populares y actuar como si fueran verdad, por falsas o irracionales que sean. Es exactamente el argumento de la mayoría (inventada) de Carla Antonelli. Pero en el mundo real, a diferencia de la política populista del vox Populi vox Dei, la diferencia entre hechos y ficciones sigue plenamente vigente. Al negarla, el populismo no hace otra cosa que aplazar el desastre consecuente.

Ya estamos pagando las facturas pendientes de los excesos populistas y constructivistas de estos años, en concreto con la guerra de Ucrania

Por ejemplo, puedes creer verdad que el Estado pagará todas tus facturas y te dará un sueldo, pero la realidad te las devolverá con recargo en forma de deuda pública, más impuestos, pobreza y desempleo. Cancelar la diferencia y confundir verdades y trolas es, a la larga, un juego muy peligroso. Ya estamos pagando las facturas pendientes de los excesos populistas y constructivistas de estos años, en concreto con la guerra de Ucrania. Guerra precedida por la prolongada ofensiva ideológica iliberal financiada por las dictaduras y la estupidez académica anglosajona, origen de la Ley Trans y otros engendros de ingeniería social, y por el autoengaño de las élites alemanas y europeas con las verdaderas intenciones de Putin.

No se podía saber

La omnipresente excusa gubernamental para todo desatino de efectos previsibles, el “no se podía saber”, deriva del 'Principio Felipe González'. No es solo española, ciertamente. Se utiliza en todo el mundo para eludir las consecuencias de cancelar molestas verdades fácticas con bonitas ficciones políticas. Sirve para justificar la mala gestión de la pandemia (China sigue emperrada en la suya, la peor del mundo), las malas políticas energéticas (como la descarbonización del Edén europeo a base de gas ruso) y, en general, la proliferación planetaria de ineptocracia e inmoralidad pública. En efecto, cancelar la diferencia entre verdadero y falso también cancela la diferencia entre causas y efectos. Alegar “no se podía saber” como excusa universal también es un reconocimiento de que se gobierna despreciando las consecuencias de los actos.

A pesar de Felipe González, la democracia se basa en la diferencia entre bueno y malo, verdadero y falso, causa y efecto. En realidad, parte del principio de que la decisión de la mayoría en los asuntos que afecten a todos será mejor que la de unos pocos. Para eso necesita ciertas verdades constituyentes a salvo de los cambios de opinión que, como los principios de igualdad, libertad y propiedad, establecen las reglas del juego porque no dependen de intereses particulares ni opiniones mudables. El precio de que decida la mayoría es que la política democrática siempre será problemática y dudosa, vulnerable a la demagogia y la estafa intelectual. No es un sistema perfecto, no garantiza el acierto ni la virtud pública pero, como señaló Churchill con ironía, es el mejor sistema porque los demás son mucho peores.

La alternativa es la dictadura o la dictablanda del “no se podía saber”, que absuelven al poder de toda fechoría y destroza los contrapesos y controles de la democracia. Vimos cómo funciona con la sentencia del Tribunal Constitucional que declaró inconstitucionales las medidas de confinamiento del Gobierno Sánchez durante la pandemia. Pues bien, a pesar de su gravedad, no ha tenido ningún efecto porque los efectos de los abusos e ineptitud del Gobierno “no se podían prever”. La incapacidad de prever las consecuencias de los actos, antaño privativa de niños pequeños y locos, ampara hoy el populismo gubernamental, resignadamente admitido con otro corolario del 'Principio Felipe González': “es que todos son iguales”.

Verdades plebiscitarias a medida

Todos los populismos comparten la falta de compromiso programático. ¿Se acuerdan de Sánchez rechazando cualquier alianza con Bildu y Podemos?; volvió a ganar las elecciones y la traición sistemática pasó a ser la verdad de la mayoría parlamentaria. La verdad política se ha convertido en imprevisible, inexplicable y mutante. Pero los detractores de la izquierda no deberían entusiasmarse: el Principio Felipe González impregna igual al populismo de derecha, que cambia de estilo y lenguaje pero no de lógica.

Aparece, por ejemplo, en la equívoca reciente promesa de Vox de celebrar referéndums para justificar sus decisiones más controvertidas, por ejemplo sobre autonomías o fronteras, si llegan a gobernar, imitando al húngaro Orban. Un partido democrático responsable ofrece un programa de gobierno creíble, no lo pospone a la mayoría plebiscitaria diciendo digo donde dijo Diego. Gobernar según las verdades fluidas y fugaces e inventadas del populismo es una gran ventaja para el poder ilimitado, pero mata la democracia liberal.