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Opinión

El Gobierno que susurraba a la democracia

Colas del hambre en Aluche.

Si hay algo indisoluble a la condición humana es nuestra mortalidad. Algunos la usan como disculpa a sus desenfrenos y excesos, otros la sobrellevan refugiándose en la inmortalidad del alma. Sea como fuere, la muerte es tan inevitable como igualitaria, porque no hace distinciones y nos espera a todos por igual: omnia mors aequat, reza la locución latina.

Es curiosa esa suerte de propiedad conmutativa que existe entre la muerte y el igualitarismo en el plano social, porque de la misma forma que la muerte iguala a todos, las políticas igualitaristas terminan siempre por ser generadoras de una enorme mortandad. No hablo sólo de muerte en el plano físico, sino también en el económico, cultural e individual. Mientras que quienes proclaman la igualdad de los ciudadanos persiguen remover aquellos obstáculos que impiden a éstos alcanzar sus objetivos vitales sin más limites que su propia capacidad de superación, quienes defienden el igualitarismo imponen a todos la misma meta. La experiencia demuestra que el resultado de que nadie pueda quedar atrás es que la línea de llegada se acaba retrasando tanto que acaba solapando a la de salida. La única forma de progresar cuando el igualitarismo triunfa es con el carnet del partido.

En apenas unos meses, la pandemia ha puesto de golpe todo esto sobre el tapete: nos ha recordado la futilidad del ser humano, pero también que la muerte no sólo es clínica, sino también económica y social. Mientras fallecen compatriotas en las UCIS por causa del coronavirus, mueren también comercios, bares, restaurantes y otros negocios. Y con ellos se va el modo de vida, las esperanzas y las ilusiones de los millones de personas que están detrás.

A quienes habían logrado progresar se les convence de que su única alternativa es regresar al punto de partida, no para volver al camino, sino para que se conformen con las migajas de un subsidio

Pero aunque a los enfermos por la covid-19 los intentan mantener con vida a toda costa los sanitarios y los laboratorios desarrollan tratamientos y vacunas, quienes deberían luchar para que permanezca vivo el tejido productivo de nuestro país han renunciado a ello: a quienes habían logrado progresar se les convence de que su única alternativa en la actualidad es regresar al punto de partida, pero no para dejarles volver a andar el camino, sino para que se conformen con las migajas de un subsidio. No sólo nos obligan a bajar las persianas, sino que desincentivan que volvamos a levantarlas anunciando subidas impositivas.

Y tienen la desfachatez de presumir de haber creado un escudo social para que nadie quede atrás ¡Ja! Por más que miro a mi alrededor, yo no lo encuentro. Sólo veo largas colas de gente en las puertas de los bancos de alimentos, negocios que se venden, se alquilan o se traspasan y gente que no sabe si podrá comer mañana. Aunque en honor a la verdad, la protección gubernamental a los desfavorecidos sí que parece estar surtiendo efecto en ellos y en su círculo de familiares y amistades: han nombrado a medio millar de asesores de los que alrededor de la mitad carecen de las cualificaciones académicas necesarias, han creado direcciones generales y otros altos cargos para amigos de la infancia del Presidente (e incluso para alguna esposa), y hasta se han sacado de la manga un ministerio para la mujer del vicepresidente. No lo llamen ministerio para la igualdad de género, sino para el enchufismo de género, porque es lo que más se ajusta a la realidad.

Derechos y libertades

Maquillan su prosperidad a costa de nuestra miseria alabando la dignidad de los pobres, cuando no hay nada más indigno para un ser humano que la miseria impuesta por el poderoso. Otro recurso muy manido para que no les señalemos a ellos es culpar a los ricos. Que existan fuentes de riqueza alternativas a la militancia y obediencia al partido resulta intolerable, porque de la independencia económica brota la libertad, que es la gran enemiga de la sumisión. El resultado de las políticas igualitaristas son sociedades pobres y serviles que encuentran su justificación en el odio a la prosperidad y a la riqueza. El deterioro nunca es sólo económico, sino también político: cuanto más se resiente el bolsillo de los ciudadanos, más derechos y libertades pierden y más se quiebra el Estado de derecho.

La pandemia no sólo es sanitaria, sino también económica y democrática. Estamos permitiendo que nuestros gobernantes aprovechen la incertidumbre generada por la primera para obrar con soberbia contra las limitaciones que les impone la ley. Intentan someter a la justicia mediante reformas de calado en el poder judicial, coartar la libertad de expresión, amordazar a la prensa e imponer una educación pública sectaria.

En la antigua Roma, cuando un general desfilaba victorioso por sus calles, tras él un siervo se encargaba de recordarle las limitaciones de la naturaleza humana y evitar que usara su poder como si de un Dios omnipotente se tratara. Memento mori, le susurraban al oído: recuerda que morirás. Hemos dado por hecho que la democracia y las cotas de bienestar, libertad y paz alcanzadas durante estos últimos cuarenta años eran imperecederas. Ahora el gobierno murmulla tras nosotros recordándonos que pueden morir.

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