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Opinión

Las opciones de un país

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

El profesor Angelo Panebianco escribía un estupendo artículo (“Un dilemma sul futuro”, Corriere della Sera) en el que denunciaba la hostilidad hacia el capitalismo y sugería que los esfuerzos de las autoridades se centren en ayudar todo lo posible a las empresas en vez de obsesionarse con el asistencialismo y la animadversión hacia el libre mercado.

El virus de Wuhan, además de la catástrofe humana, nos ha devuelto a los problemas económicos de hace algo más de una década: deuda, déficit, desempleo, prima de riesgo, etc… Y con ello regresan los mensajes grandilocuentes sobre la refundación del capitalismo, el neoliberalismo, «lo público», una economía más justa, más integradora, más social, más respetuosa con el medio ambiente, sin dejar nadie atrás y para salvar el planeta… Proclamas que no significan nada en concreto, que confunden al ciudadano y que en realidad sólo esconden los objetivos del colectivismo de siempre.

Salvar el Estado de Derecho

En las actuales circunstancias conviene recordar el siglo XX estadounidense porque facilita algunas enseñanzas. El debate político norteamericano, como ha señalado el Premio Nobel Michael J. Sandel, ya desde Thomas Jefferson y hasta el New Deal, siempre ha estado muy centrado en la manera más o menos cívica y exigente de concebir la libertad y el papel del Estado en diferentes situaciones económicas, diferenciándose claramente entre libertad liberal frente a libertad republicana.

Después del crack de 1929, surgieron diferentes corrientes en relación a la directriz política y regulatoria a seguir. Una, liderada entre otros por el insigne jurista Louis Brandeis, conocido como People´s lawyer, defensor de la descentralización de la economía por medio de leyes antitrust para hacer más eficiente su funcionamiento; y otra, la de los grupos afines al Nuevo Nacionalismo de Teddy Roosevelt, que buscaban racionalizar la economía mediante la planificación económica nacional. Ambas corrientes daban por hecho que para superar la Depresión eran necesarias reformas del «capitalismo industrial», pero coincidían en que la concentración de poder siempre es una amenaza para el gobierno democrático. El debate duró años sin que estuviera realmente claro qué opción se estaba llevando a cabo, pero era evidente que la prioridad era recuperar la economía del país sin degradar el Estado democrático y el Rule of Law.

Cuando llegó la recuperación, lo cierto es que nadie sabía muy bien a qué se debía exactamente, aunque el fuerte desembolso que había realizado el Estado tenía obviamente algo que ver. Luego vino la II Guerra Mundial, que justificaba la intervención estatal en los asuntos económicos y el aumento de gasto, el keynesianismo tomó cuerpo y procuró una argumentación para, finalmente, instaurar lo que podemos llamar un modelo. Posteriormente, alejados del dogmatismo que ha caracterizado a los estadounidenses, Herbert Stein incidió en que el principal problema económico del país era alcanzar y mantener una producción elevada y en rápido aumento, y cuando esto se consiguió en un estándar razonable, entonces se añadió al debate la cuestión de la justicia distributiva y el asunto de la neutralidad del Estado.

Con Kennedy no estaba en juego una guerra ideológica más o menos encendida sino la gestión práctica de una economía moderna

Fue el mismo J.F. Kennedy quien declaró que los problemas económicos modernos tenían más posibilidades de resolverse si las personas prescindían de sus convicciones ideológicas, convencido de que era necesario dejar las confrontaciones y centrarse en las vías y medios para alcanzar metas comunes. No estaba en juego una guerra ideológica más o menos encendida sino la gestión práctica de una economía moderna. Posteriormente, en los ochenta, Ronald Reagan se centró en el Big Government, evocando también los valores comunitarios, la religión y la familia, y hay quien sostiene que entonces se instauró otro modelo en un contexto de Guerra Fría y un Japón industrial emergente.

Desde entonces, Estados Unidos siempre ha salido adelante de todas las grandes crisis conservando además un estándar de gobierno democrático y rule of law más que razonable. El control del Gobierno sigue siendo una profunda preocupación ciudadana y la pérdida de poder de éstos, sea ante el crecimiento de la Administración o por la proliferación de grandes conglomerados empresariales sigue siendo igualmente una prioridad incluso entre sectores del republicanismo. El debate ha sido siempre inteligente, centrado en la resolución de los problemas económicos y no en crear otros. El proprio Niall Ferguson recordaba hace pocos días que el caso del coronavirus no es un caso para volver a la cuestión del Big Government porque Estados Unidos ya tiene un Big Government.

Auxilio a las empresas

Esta es la forma civilizada de afrontar los problemas en las actuales circunstancias, con un pragmatismo que, unido a la experiencia y conciencia de la necesidad de mantener las empresas y el obligado equilibrio institucional y democrático, resulte verdaderamente útil. Sólo esto explica, por ejemplo, que los anuncios de programas masivos de estímulo e incluso la intervención temporal de compañías no se entienda como guerra ideológica sino como algo normal y conveniente para la gestión práctica de una economía moderna.

Trump puede contar con los directivos empresariales en los comités de gestión de la crisis, aprobar planes de estímulo y rescate en diversos sectores, del mismo modo que los demócratas pueden exigir que las empresas asistidas no despidan libremente o que los seguros por desempleo se prolonguen más de seis meses. Todos son conscientes –salvo algunos, claro está– de que el Estado es una organización de poder que debe su existencia a la renuncia de los ciudadanos a su autotutela, en la confianza de que los poderes conferidos se utilicen para bien de los mismos y la protección de las libertades constitucionales. Que el Estado tenga que intervenir en la economía e incluso acudir en auxilio de empresas no es el triunfo del socialismo respecto del capitalismo, sino una acción para tutelar los intereses de todos, tal y como consideraba J.F. Kennedy. No en vano, si el Estado existe es porque la sociedad, en la que incluimos también a las empresas, preexiste y hace posible al primero.

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