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Opinión

Ni memoria ni democracia

Cabe preguntarse cómo es posible que quien ha ostentado más poder desde la Transición sea precisamente quien pretende acabar con el sistema surgido de ella

Ni memoria ni democracia
Adolfo Suárez, izquierda, y Felipe González, derecha Europa Press

La memoria democrática del Gobierno pretende imponer no sólo una oficialidad, sino también bajo pena, un silencio. Con ser esto malo, llega a resultar demencial que la capacidad punitiva contra la libre expresión se encuentre en manos de amnésicos de su propia historia, como si pretendiesen ocultar su mala conciencia persiguiendo toda discrepancia.

Me uní a ese ejercicio de memoria de lo no vivido y acabé haciendo parada en ese lugar tan despreciado por la izquierda, la Transición. Una época difícil, compleja, de equilibrios y obstáculos, con más violencia de la que muchos recuerdan, como muy bien recoge el libro coordinado por Gaizka Fernández Soldevilla y María Jiménez: 1980: el terrorismo contra la Transición. Pero entre tanta incertidumbre había una ilusión convertida en firme convicción de la llegada de una época mejor y más libre. Y así fue. Me hizo cuestionarme si ahora podríamos decir que el producto de aquello, nuestro actual sistema político, está mejor que entonces. No pretendo ahondar en ese nostálgico e incierto pensamiento de cualquier tiempo pasado fue mejor. Comparto con Steven Pinker el optimismo ante el progreso de nuestro tiempo, pero un catalán no nacionalista es necesariamente menos entusiasta ante la evolución del sistema constitucional.

En principio compruebo con pesar que en este 2021 pocas cosas me sorprenden más que los programas políticos de la televisión de entonces, en los que cabía un pluralismo respetuoso y honesto, con una libertad desconocida nunca vista en los medios actuales. La clase política parece que sufre una involución pareja a la de los medios —piensen en Manuel Castells. La fortaleza de las instituciones que sostienen el edificio constitucional también está cuestionada tras los ataques sufridos desde otras instituciones, no sólo periféricas. Pero, y los ciudadanos, ¿hemos cambiado a peor como sujeto político principal de una democracia liberal?

¿Qué podemos hacer?

El filósofo Julián Marías, injusta e inexplicablemente olvidado, recoge en La España real, publicada en 1976, la necesidad de devolver España a los españoles para que sean dueños de su destino participando de las decisiones políticas que lo determinarían y que aún estaban por decidir. Y eso es precisamente lo que consiguió la llegada de la democracia. Sin embargo es preocupante comprobar la evolución de la actitud de los ciudadanos frente esas riendas de su propio destino político. En 1965, María escribió: "Lo que más me inquieta es que en Espa­ña todo el mundo se pregunta: ¿Qué va a pasar? Casi nadie se pregunta: ¿Qué vamos a hacer?"·. Ahora compruebo que esta última pregunta ha encontrado en la España multinivel, desigual y con ascensor social roto tras décadas de hegemonía socialista, una respuesta generalizada en los ciudadanos, que no son tan desconocedores de los graves problemas políticos de España como cree el Gobierno: “Es una vergüenza, pero nosotros no podemos hacer nada”.

Así, ante los claros actos de vocación despótica del Gobierno intentando desmantelar toda institución que pueda controlarlo y anular toda conciencia que pueda criticarlo, los ciudadanos sienten la frustración de no poder hacer nada, salvo votar cuando les dejen.

La democracia liberal, resultado de los sistemas constitucionales, es inherentemente un poder limitado, controlado y plural

Pertenezco a una generación que nació en pleno felipismo, con el sistema constitucional aparentemente consolidado y el socialismo como nuevo orden eclesiástico. Es inevitable preguntarse cómo es posible que la evolución de quien ha ostentado más poder desde la Transición sea precisamente quien pretende acabar con el sistema surgido de ella.

Desde Zapatero, el PSOE ha preferido anclar su propia legitimidad al año 1936 (tras el fracaso de 1934), en vez de al sistema que la ha mantenido en el poder ideológico y a todos los niveles institucionales durante décadas. No es un caso de suicidio. La democracia liberal, resultado de los sistemas constitucionales, es inherentemente un poder limitado, controlado y plural. Y este tipo de poder es el que pretende evitar el PSOE, de ahí que busque un sistema que le proporcione un poder más absoluto y no reconozca espacio político a la mitad de España.

Una nueva realidad jurídica

No creo que estemos tan lejos del momento de plantear una nueva Transición con la finalidad de reforzar un sistema para mantenerlo, pues los retos actuales están más cercanos a un cambio de sistema que a un cambio de Gobierno. Las modificaciones legislativas como la de Memoria democrática, la despenalización del delito de rebelión, así como la eliminación de la ejecutividad de las decisiones del Tribunal Constitucional, apuntan a la construcción de una nueva realidad jurídica que desmantela el sistema democrático bajo apariencia de legalidad. Peligrosísimo.

Es necesario que la oposición se centre en la construcción de una alternativa política, moral y jurídica ante esta realidad impuesta. Los errores de estructura del sistema del 78 que han propiciado que nuestro Estado carezca de los recursos necesarios para defenderse de los ataques que le llegan desde dentro han de ser modificados. El Estado ha de fortalecerse para garantizar la convivencia y los derechos y libertades, pero por otro lado, también debe delimitar de forma más implacable la separación de poderes y los contrapesos, a fin de que los ciudadanos estén más protegidos ante el poder político. Es más seguro un sistema que otorga un poder muy controlado a un déspota que uno que queda a expensas de la supuesta bondad del político de turno.

Alcanzar un consenso social sobre el papel del Estado debe estar por encima de diferencias ideológicas de derecha e izquierda. Se trata de un consenso que ha de elaborarse sobre el tablero común de demócratas.

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