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Opinión

Netflix en castellano antiguo

Ríase usted si quiere, pero la boyante industria del lazo amarillo se ha venido abajo, el negocio del groc se ha truncado

Netflix en castellano antiguo
Sede de Netflix en Tres Cantos (Madrid). Europa Press

Hay razones de sobra para temer una vibrante revolución audiovisual en la península. El ansia cosquilleante de instaurar siempre un contrapeso, la necesidad atávica del equilibrio natural, todo eso aflora, se dispara, se desborda hoy como un río desmelenado. Hay motivos para apretar el paso. En la penumbra de la salita, fría como un demonio, estamos untando la tostada, algunos, con la mano preñada de temblores: mañana se juntan cuatro con las ideas claras y el abolengo subido y aquí se forma la de San Quintín.

Imagine usted una plataforma artística de empecinados ibéricos -la tragedia, el susto correría más o menos de esta pintoresca guisa- reclamando, con encendido derecho, un cupo de producciones televisivas con lenguajes embriagados de solera, con chascarrillos cargados de pedigrí. El Quijote en la tele sin mover una coma, en bucle. Concursos en que se persiguiera, con animadas y divertidas disputas, una recompensa excepcional, admirable: una carreta y tres mulas, ¡pero qué mulas, oiga! ¡Qué lomos de terciopelo y canela! Programas de cocina con recetas que le arrancasen a uno la baba: gachas, pan con vino, carne de caza para los pudientes, es decir, para los cuatro de las eléctricas. Telerrealidad emocionante, cercana al pueblo, que palpita con la nariz pegada al plasma: seis maromos tatuados arando un campo, ocho mozas sacudiendo un olivo con una vara de avellano, sonriendo con alegría, con gracia. Los sábados, programación deportiva: don Fulgencio, con sus flamantes pelotas de oro -ya ha logrado tres-, arrojando la esfera bruñida y metálica con exquisita destreza, adonde nadie llega. ¡Qué apasionante la petanca, qué esplendor competitivo, el alma desnuda, regocijada! Nos rueda por el moflete la lágrima gruesa, cálida, henchida, fermosa.

Piqué, magnífico central reconvertido en guardameta, apuntaba recientemente que en Barcelona hay cierta desgana, cierta abulia, que se sale menos que en Madrid, que se vive con otro ánimo, con un pardo desaliento. Lo verdaderamente enervante y desalentador es que ocuparse allí de las cosas serias, las de comer, en la otrora próspera y magnífica Cataluña, se mantiene, de un tiempo a esta parte, en una secundaria categoría, en un cajón sombrío. Ríase usted si quiere, pero la boyante industria del lazo amarillo se ha venido abajo, el negocio del groc se ha truncado: éstos salen del trullo, pero nosaltres nos quedamos a dos velas. Habrá que hacer fuerza, pues, con la lengua, que al cabo es lo que cuenta, lo que empuja a abrazar el paroxismo de la identidad: que se escuche bien alta, que lo tape todo, que esconda las vergüenzas. Comer ya comeremos.

En El cuaderno gris -extraordinario dietario sobre las constantes idas y venidas en su juventud estudiantil, a caballo entre Barcelona y la bellísima Costa Brava-, Josep Pla, autor ampurdanés a quien difícilmente podría atribuírsele una ceguera de españolismo rancio, sentencia que el amarillo es el color de los locos.

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