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Opinión

La transición traicionada

El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias (i), junto al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d)

La Historia es, según Ortega -y no la Física, aclaraba- la ciencia fundamental. Esta afirmación tan contundente, a medio camino entre la provocación y la boutade, muy en el estilo de nuestro pensador más destacado del siglo XX, encierra el propósito de llamar la atención sobre el papel crucial que la materia que los antiguos griegos asignaron a la musa que portaba un libro y soplaba una trompeta, la sabia y serena Clío, juega en la correcta organización de la vida colectiva. En efecto, sin un conocimiento profundo y meditado sobre esta maestra de la vida presente basada en el estudio de la pretérita, no hay sociedad que pueda orientarse hacia la futura. La reflexión objetiva, tranquila y rigurosa sobre los hechos del pasado, sobre las grandes figuras de otros tiempos, sobre las formas de vida y las creencias de nuestros ancestros, nos proporcionan los elementos indispensables para no repetir errores, para no dejar pasar oportunidades y para gobernar con acierto. Un político que ignora la historia de su país y del mundo o, lo que es peor aún, que la falsifica o la retuerce con bastardos fines partidistas, es una auténtica desgracia, además de un desaprensivo sin escrúpulos.

La ley de la gravitación universal o la estructura de los polímeros no son cuestiones que se presten a la apasionada controversia transida de emociones. En cambio, la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, la influencia de los ocho siglos de presencia musulmana en España en la formación de nuestro ser nacional o el balance de nuestra conquista del inmenso territorio que abarca desde el sur de lo que hoy son los Estados Unidos a la Tierra de Fuego, por citar tres de los numerosos ejemplos que se podrían evocar, han alumbrado tensas polémicas, dado a publicar miles de volúmenes y son todavía la fuente de vivos conflictos entre académicos, grupos sociales e incluso países.

Un error tan frecuente como dañino en las controversias sobre la interpretación de acontecimientos y épocas ya extintas es el de juzgar lo entonces sucedido de acuerdo con valores, convicciones y perspectivas actuales. Este desenfoque, tan superficial como absurdo, puede conducir a auténticos desastres. Cuando los indígenas misak derribaron hace pocos días en Popayán, capital del departamento de Cauca en Colombia, la estatua ecuestre de su fundador, el descubridor Sebastián de Belalcázar, nacido en Córdoba, España, en 1480, cometieron tal salvajada llevados de una visión de la violencia que acompañó la arribada del guerrero andaluz a aquella lujuriante tierra caribeña, elaborada con los mismos parámetros éticos que aplica ahora el Comité de Derechos Humanos de la ONU. Cualquier analista sensato ha de concluir que semejantes anacronías únicamente desembocan en destructivos sinsentidos.

Hace doscientos años el Partido Demócrata, hegemónico en el Sur, defendía con ardor la esclavitud y fue un republicano, Abraham Lincoln, el que ganó la guerra que otorgó la libertad a la población negra

De cara a las próximas elecciones presidenciales norteamericanas, el candidato Joe Biden se supone que representa el amable progresismo benéfico mientras que Donald Trump es descrito como un hosco populista ultraconservador. Sin embargo, hace doscientos años el Partido Demócrata, hegemónico en el Sur, defendía con ardor la esclavitud y fue un republicano, Abraham Lincoln, el que ganó la guerra que otorgó la libertad a la población negra. La Historia da muchas vueltas y debemos siempre evaluar sus distintas etapas en el contexto de su tiempo.

El período comprendido entre 1931 y 1939 y los trágicos avatares que España atravesó durante su transcurso han sido analizados y discutidos exhaustivamente, fabricado bibliotecas enteras y encendido los debates más agrios y más espinosos que uno pueda imaginar. No existe, por tanto, una versión canónica universalmente aceptada de las bondades y las maldades de unos y otros en los dos bandos de aquel terrible enfrentamiento. El abordaje moralmente más alto y políticamente más inteligente tras la muerte del general fue, pues, el que adoptó la Transición: la reconciliación, el equilibrio, el reconocimiento de las mutuas culpas, el perdón y la construcción conjunta de un nuevo sistema institucional y político plenamente democrático e inserto sin reservas en el espacio europeo y atlántico que nos es natural.

La trayectoria del PSOE

El bodrio legislativo que se dispone a infligirnos el Gobierno sanchista-chavista con el apoyo entusiasta de separatistas y filoetarras y que denomina pomposamente 'Ley de Memoria Democrática', es un monumento al revanchismo, al sectarismo y al revisionismo que reabrirá viejas cicatrices, agitará bajas pasiones y dividirá peligrosamente a los españoles en momentos en los que necesitamos más que nunca unidad, solidaridad y cohesión. Peor aún, volará por los aires el ejemplar pacto civil de 1978, fundamento de nuestra estabilidad social, de nuestro orden jurídico y de nuestra prosperidad material. No se puede concebir un proyecto normativo más corrosivo, más superfluo, más inoportuno y más venenoso que este empeoramiento de la vigente Ley de Memoria Histórica, que ya ha causado bastante daño como para que se insista en su maligna intención corregida y aumentada. Es irónica, por otra parte, la denominación de este engendro porque si de democracia hablamos, la trayectoria del PSOE durante la Segunda República y la Guerra Civil está plagada de episodios lamentables, golpes de Estado, viles asesinatos, expolios y distribución de armas a turbas incontroladas, todo muy democráticamente edificante.

Solamente a sujetos poseídos por el rencor acomplejado se les puede ocurrir que sentencias dictadas y firmes sean anuladas por una ley cuando en una democracia con separación de poderes esta operación compete a los tribunales o que se les pueda imponer a los ciudadanos bajo coacción la opinión que deben tener sobre la historia de su nación o que títulos otorgados por el Rey sean anulados por un Gobierno. Este dislate legislativo será sin duda desmontado por el Tribunal Constitucional y por el Tribunal Supremo llegada la ocasión, pero antes habrá cumplido el fin urdido por sus impulsores, el avance hacia la demolición de nuestro orden social, institucional, económico y legal, impecablemente democrático, por cierto.

Poco pudieron imaginar los padres de la Constitución de todos los colores ideológicos, las Cortes Constituyentes tan plurales que la aprobaron y el pueblo español que la refrendó masivamente, que cuatro décadas más adelante una pandilla de indocumentados resentidos e irresponsables iban a traicionar tan arteramente su noble y excelsa labor. Esperemos que tanta maldad y tanta bajeza reciban más pronto que tarde en las urnas la reprobación que merecen.

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