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Opinión

EL DARDO DE ARRANZ

MasterChef, Verónica Forqué y una lacra mediática muy extendida

Por mucho que algunos traten de escurrir el bulto, el problema no se concentra sólo en los programas de entretenimiento, ni en TVE, ni siquiera es exclusivo de la televisión

Veronica Forqué en el Photocall de 'Masterchef Celebrity 6'

Estoy regular. Necesito descansar. No puedo más”. Ésas fueron las últimas palabras de Verónica Forqué en Masterchef. Un tiempo antes, concedió una entrevista a Telecinco en la que reconoció sus depresiones y afirmó: “Me di cuenta muy joven de que la vida es insoportable... y de que eso no cambia con los años”.

Estaba mal, aceptó concursar en el espacio culinario y es de suponer que eso no haya removido muchas conciencias hasta hoy, ni entre los espectadores ni entre los programadores, pues la televisión se ha convertido en un enorme contenedor de conflictos emocionales y actitudes anómalas. Estas cosas se consideran habituales.

Nadie consideró inadecuada su participación o, al menos, nadie hizo nada para impedirla, pues existe cierto consenso en que el circo mediático necesita constantemente de carnaza. Unos la utilizan para ganar dinero o votos y, otros, la observan cuando encienden el televisor. Quizás por morbo o quizás para quitar hierro a sus propios problemas. El caso es que aquí no hay más culpables que inocentes. Hay muchos más de los primeros que de los segundos. También entre el público.

No hay que olvidar que, cuatro años atrás, una concursante denunció una violación en Gran Hermano y el reality no se retiró de la parrilla. Al revés, al poco, se programó una nueva edición en la misma cadena. Y, después, se estrenó La isla de las tentaciones, un intercambio constante y consentido de semen, malos modos y deslealtades. Su audiencia fue espectacular. Millonaria.

Verónica Forqué y los medios

Por mucho que algunos traten de escurrir el bulto, el problema no se concentra sólo en los programas de entretenimiento, ni en TVE, ni siquiera sólo en la televisión. Esta falta de escrúpulos también afecta a la información. Todavía hay románticos que se empeñan en defender la importancia de la prensa en las sociedades actuales, cada vez más bombardeadas por mensajes propagandísticos y conspiranoicos.

Estos defensores de la profesión predican desde un mundo utópico en el que no existen los tres fenómenos más lamentables del negocio. Son las medias verdades, el sensacionalismo y la cada vez más descarada forma de aglutinar audiencia a cambio de ofrecerle noticias sesgadas que le auto-confirmen en sus opiniones sobre el mundo.

Exageramos conflictos, escribimos para agradar a unos o a otros, trasladamos una visión tremendista de la realidad y nos rebozamos en la sangre que genera cada suceso luctuoso

Esto último es muy rentable en una sociedad en la que cada vez las trincheras son más profundas y están protegidas por alambre de espino más afilado. Exageramos conflictos, escribimos para agradar a unos o a otros, trasladamos una visión tremendista de la realidad y nos rebozamos en la sangre que genera cada suceso luctuoso u omitimos información sobre el mismo en función de lo que convenga a la ideología que nos asocia nuestro público. Buscamos audiencia y, para eso, enfervorizamos al personal. Y bombardeamos la convivencia, pero culpamos siempre a otros de eso.

Prensa sin límites

Hay una pregunta que tiene difícil respuesta, pero que me parece muy pertinente: ¿Cuánto ha contribuido a radicalizar a los ciudadanos el hecho de que, con la llegada de internet, haya aumentado el número de medios de comunicación y la competencia en el sector? O, dicho de otra forma: ¿la cruenta batalla por el clic, el espectador o el radioyente ha creado fundamentalistas?

En otras palabras: ¿Qué efecto tienen sobre las vidas de los ciudadanos las opiniones de los epidemiólogos (los César Carballo de turno), economistas, políticas y tertulianos panfletarios de turno? Desde luego, los independentistas que se han manifestado en Canet de Mar no encontraron todos sus argumentos en las reuniones con sus vecinos.

Los medios, en su febril batalla por la audiencia, lo han empeorado todo. Y han convertido en algo normal el que una persona con serios problemas mentales se exponga a un jurado y a millones de personas en un concurso televisivo. O que una esquiadora desaparezca y, antes de que la encuentren muerta, se especule sobre sus traumas, sus tratamientos médicos y supuesta vida familiar. O que un ávido reportero de sucesos hable de la aventura amorosa de una joven, Diana Quer, que había sido asesinada unas semanas atrás. Y mejor no hablar de la forma en la que los medios recurren al miedo y a la blitzkrieg informativa cuando tratan de imponer puntos de vista ideológicos o agendas políticas, cuanto menos, cuestionables.

Sobre la pobre que aparece en el titular de este artículo, un último apunte: una mera búsqueda de su nombre en el servicio de noticias de Google permite encontrar varios artículos en los que se ridiculiza su comportamiento. Seguro que consiguieron muchas lecturas, pues hacían leña del árbol caído. Ese ejemplo, aplicado a otros niveles, explica la función de los medios en la actualidad. Y todos somos responsables.

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