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Opinión

Mal empezamos

Los diputados independentistas presos, en el Congreso

Bochorno, ridículo, humillación. Hay muchas palabras para definir lo ocurrido en las sesiones constitutivas de las Cortes Generales, pero ninguna es neutra, no digamos edificante. Los que paradójicamente mejor han definido el lamentable espectáculo al que hemos asistido los españoles, han sido los independentistas: esta es una democracia "fake", una "vergüenza de democracia", en palabras de la diputada de JxCat Laura Borràs. Pero no por lo que sostiene su señoría independentista, sino por el poco respeto que esa misma democracia ha demostrado tenerse a sí misma.

Lo vivido esta mañana en el Congreso y en el Senado ha sido lo más parecido a un aquelarre antisistema protagonizado por los enemigos de la Constitución. La misma Constitución que protege sus derechos y permite que conviertan el caserón de la Carrera de San Jerónimo en un circo de pueblo. Sí, tiene razón la señora Borràs, esta es una democracia "fake", porque una democracia seria jamás hubiera permitido la degradación de la institución en la que se concentra la soberanía del pueblo español. Como tampoco habría soportado el menosprecio de las instrucciones del Tribunal Supremo ostentosamente explicitado por los políticos presos con la complicidad pasiva del Gobierno de la Nación. En este sentido, hay que agradecerle a Albert Rivera su noble y firme intento de defender el honor perdido de ese Juan Español tan pertinazmente abofeteado por la soberbia xenófoba del independentismo.  

Lo vivido en el Congreso y en el Senado ha sido lo más parecido a un aquelarre antisistema protagonizado por los enemigos de la Constitución

Porque el exhibicionismo propagandístico de los independentistas no hubiera sido posible sin la negligente actitud del presidente del Gobierno, quien utiliza una beatífica vocación de diálogo para camuflar su negativa a asumir las responsabilidades a las que, como jefe del Ejecutivo, está obligado, y que empiezan por proteger la dignidad de todos los españoles. Como tampoco fue menor la colaboración de Podemos en el blanqueamiento de los Junqueras, Rull, Sànchez y Turull. Por muy coherente que sea, no deja de ser patética la imagen de la bancada de Pablo Iglesias aplaudiendo con entusiasmo a aquellos que han decretado que catalanes y españoles no somos iguales; a políticos cuyo ideario defiende esa modalidad elitista del fascismo que es el supremacismo.

Tampoco fue precisamente modélica la participación borreguil y acrítica de ciertos medios de comunicación en el show proselitista de los líderes del secesionismo. La contribución de determinadas marcas del periodismo nacional al espectáculo que promueve el soberanismo catalán en la normalización de la ignominia empieza a ser más que preocupante. Y no digamos la mal llamada "neutralidad" de la televisión pública, que en esta última etapa ofrece sin reparo su gigantesca plataforma mediática a los que han destrozado la convivencia en Cataluña y da muestras sistemáticas  de no entender la diferencia entre proteger la libertad de expresión y ofrecer cancha libre a la propaganda.

Pedro Sánchez, cuyo partido duplica en escaños al siguiente, tiene todo el derecho a poner en marcha el programa electoral con el que su partido concurrió a las últimas generales, ello con el progreso social y la estabilidad política como objetivos. Sin embargo, y más allá del lamentable espectáculo ofrecido, lo que confirma el arranque de la legislatura son dos variables inquietantes: la elección indubitable de Podemos como socio preferente y la predisposición del líder socialista a establecer canales de diálogo con el independentismo golpista.

Conocido el gusto de Sánchez por el poder, antes que otras prioridades colectivas, mucho nos tememos que esta puede ser otra legislatura fallida

Con estos mimbres, pocas esperanzas hay de que Sánchez aborde problemas pendientes y de gran envergadura que requieren de consensos transversales incompatibles con fanatismos ideológicos. Problemas que exigen acuerdos de Estado que no parece posible alcanzar con aquellos que precisamente desprecian (Iglesias) o quieren acabar con el Estado (Junqueras). Acuerdos en asuntos clave como la cuestión territorial, pero también, y fundamentalmente, los relacionados con nuestras debilidades estructurales en materia laboral y económica.

Con un excepcional horizonte de cuatro años sin elecciones generales, ni municipales ni autonómicas (a excepción de las catalanas, vascas y gallegas), el presidente Sánchez tiene ante sí una oportunidad única para buscar esos consensos: para afrontar decisiones incómodas pero inexcusables; para recuperar el papel de España en el escenario internacional; para reivindicarse como gobernante y pasar a la historia como alguien que hizo lo que tenía que hacer, y no como lo que hasta ahora es: una fotocopia en mal papel sepia de José Luis Rodríguez Zapatero.

Pero visto lo visto, y conocida la exacerbada inclinación del personaje a la conservación del poder por encima de cualquier prioridad colectiva, mucho nos tememos que esta pueda ser otra legislatura fallida.  Incluso algo peor: que sea la legislatura que definitivamente ponga fin al régimen del 78, abriendo un foso de incertidumbre de incalculables consecuencias para la convivencia y el progreso colectivos. Nuestra derecha política, enfrascada en un insensato debate de personalismos a ultranza, debería tomar nota del momento que vivimos y olvidarse de la “petit politique” para comenzar a pensar a lo grande, olvidándose de una vez por todas de su propia mediocre subsistencia. Nos jugamos demasiado en el envite. Mal empezamos.

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