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Opinión

Macrogranjas y microministros

Como se trata de un individuo de capacidades muy limitadas y que no conoce otro medio de vida que la política, necesita hacerse ver

Macrogranjas y microministros
El ministro de Consumo, Alberto Garzón. Europa Press

Lo que nunca hubiese imaginado Pedro Sánchez es que el ministerio más inútil y prescindible, el de Consumo, un microministerio creado deprisa y corriendo hace dos años para acomodar a la cuota de Izquierda Unida en el Gobierno de coalición, le terminase poniendo contra las cuerdas. Quizá se ha debido a eso mismo, a que el Ministerio en sí no sirve de gran cosa, a que sus competencias se solapan con las de otras carteras y a que el diablo cuando no sabe qué hacer mata moscas con el rabo. Con otro a su frente es posible que nadie a excepción del beneficiado y su clientela sabrían de la existencia del Ministerio de marras, pero Alberto Garzón, un individuo de capacidades muy limitadas y que no conoce otro medio de vida que la política, necesita hacerse ver, más aún cuando en el interior de Unidas Podemos se libra una lucha a muerte por heredar los restos del naufragio desde la espantada de Pablo Iglesias.

Pero el escándalo político es lo de menos. Escándalos con este Gobierno hay todas las semanas. Cuando no es por una cosa es por otra y por lo general duran sólo unos días. Ahí tenemos otros de mucha mayor enjundia como las amistades peligrosas de Dolores Delgado, hoy fiscal General del Estado y ayer ministra de Justicia, o las andanzas del ya caído en desgracia José Luis Ábalos. La memoria del televidente es corta y, como se amontona un desatino sobre el siguiente, cuesta concentrarse. El propio Garzón es una fuente inagotable de escándalos. El último ha sido el de las macrogranjas, pero antes de eso ya arremetió contra el sector turístico, contra la restauración, contra las empresas eléctricas, contra los productores de azúcar y bebidas azucaradas, contra los fabricantes de juguetes y, hace sólo un par de semanas, contra los roscones de reyes, más concretamente contra la nata que se emplea en el relleno.

Abonado como está a llamar la atención a cualquier coste, la mayor parte de las campañas que emprende, por lo general a través de la cuenta de Twitter del ministerio, no son más que pataletas de activista universitario, pero esta última tiene mucha más sustancia. Lo que nos ha dejado el penúltimo patinazo de Alberto Garzón es un interesante debate sobre las macrogranjas. Los ecologistas y los veganos las critican desde hace tiempo, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es una macrogranja. Ajustándonos a lo que dijo el ministro en The Guardian una macrogranja es aquella explotación ganadera que cuenta con “4.000, 5.000 o 10.000 cabezas de ganado”.

Si el ministro habla con semejante aplomo ante la prensa extranjera, casi como si se tratase del hijo de un ganadero, debería conocer el tipo de explotación ganadera intensiva que se estila en España

La imprecisión es evidente porque da una horquilla demasiado amplia. En España, además, no hay granjas con 10.000 cabezas. Lo más que se puede encontrar son algunas, muy pocas, con 5.000, el resto son más pequeñas y en todos los casos se encuentran adaptadas a la normativa europea sobre bienestar animal, tanto en la propia explotación como en el transporte y en el matadero. Si el ministro habla con semejante aplomo ante la prensa extranjera, casi como si se tratase del hijo de un ganadero, debería conocer el tipo de explotación ganadera intensiva que se estila en España. Tampoco estaría de más que supiese que toda la industria cumple escrupulosamente con las directrices europeas y con las nacionales, que figuran estas últimas entre las más exigentes del mundo.

Esto es importante porque viene a decirnos que la carne producida en España es de la misma o de superior calidad a la de cualquier otro país de Europa. Aquí tenemos granjas de 5.000 cabezas, pero también las tienen en Francia, Alemania o Italia. Luego, si estiramos el argumento del ministro, todos los países de Europa maltratan a los animales y consumen carne de mala calidad. Podría España legislar por su cuenta y prohibir, por ejemplo, que las granjas críen a más 800 o 900 cabezas, pero eso no impediría que se pudiese importar carne de otros países europeos, carne procedente de macrogranjas con 10.000, 15.000 o 20.000 cabezas criadas cumpliendo la regulación del país de origen, seguramente menos estricta que la española.

Tal vez el ministro, que vive sumido en una permanente campaña propagandística sufragada con fondos públicos, cree que España puede ignorar los acuerdos comerciales que nos unen con nuestros socios europeos. Como es obvio no es así. El Gobierno español no puede impedir la importación de ningún producto proveniente de la Unión Europea. Seguramente le gustaría. Siempre que se le presenta la ocasión, Garzón exhibe con orgullo las credenciales de su ideología comunista. Como es bien sabido, comunismo y libre comercio no se llevan especialmente bien, simplemente no se llevan. Seguramente si de Garzón dependiese las explotaciones ganaderas serían estatales y estarían colectivizadas. En fin, ahí tenemos sus tuits alabando a Vladimir Lenin y a la revolución bolchevique, a Ernesto Che Guevara o, ya en un giro abiertamente psicotrópico, aquel tuit de hace unos años en el que afirmaba sin rubor que “el único país cuyo modelo de consumo es sostenible y tiene un desarrollo humano alto es Cuba”.

Lo que él quiere es que sólo se críe ganado en modo extensivo, es decir, en amplios espacios al aire libre alimentando a los animales básicamente con pasto natural

Así que, por mucho que se empeñe el ministro en regular más la cría de animales de granja, todo lo que conseguirá será devastar el sector en España y obligar a los españoles a comer carne importada. Es posible que esa no sea la intención de Garzón. Lo que él quiere es que sólo se críe ganado en modo extensivo, es decir, en amplios espacios al aire libre alimentando a los animales básicamente con pasto natural. En España, un país que cuenta con grandes áreas despobladas e infinidad de razas ganaderas autóctonas, hay mucha ganadería extensiva cuya carne es muy apreciada por los gastrónomos, aunque sensiblemente más cara que la que proviene de grandes granjas.

La ganadería extensiva tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Es mucho más costosa, su ciclo de producción es más largo, la oferta no siempre encaja con la demanda e implica el uso de gran cantidad de terreno, lo que obliga a invadir zonas boscosas o áreas que podrían emplearse para la agricultura y la silvicultura. Con contadas excepciones como la dehesa extremeña y salmantina, las comarcas en las que el ganado pasta en extensivo suelen están peladas de arbolado y buena parte del territorio se emplea en mantener a ese ganado. Quizá en regiones en las que sobra el espacio la ganadería extensiva pueda funcionar, pero no en lugares donde el terreno escasea o tiene un alto valor natural.

En las granjas, de cualquier modo, no sólo se crían grandes vertebrados como los bóvidos, las ovejas o los cerdos. Los españoles comemos de promedio unos 32 kilos de carne fresca al año y no, no es ni la vaca ni el cerdo lo que más consumimos, sino el pollo. En 2019 el 40% de la carne que se consumió en España era de pollo frente al 30% de cerdo, el 15% de vaca y el 4% de cordero. Los pollos pueden criarse en intensivo en explotaciones avícolas ubicadas en naves o en extensivo al aire libre, son los célebres pollos de corral cuya carne y huevos son más sabrosos, pero también notablemente más caros.

Basta con que por televisión ofrezcan imágenes de aquella granja china en la que se explotan 100.000 vacas lecheras para que muchos piensen que esa es la realidad de la industria ganadera en España

Como vemos, no es lo mismo la cría de pollos que la de cerdos o la de terneros, pero Garzón lo ha metido todo en el mismo saco bajo el epígrafe “macrogranja” que, como decía antes, no está muy claro en qué consiste por lo que se deja al capricho de la imaginación de cada uno. Basta con que por televisión ofrezcan imágenes de aquella granja china en la que se explotan 100.000 vacas lecheras para que muchos piensen que esa es la realidad de la industria ganadera en España. Nada más lejos de la realidad. En España de las 10.000 explotaciones lácteas actualmente en operación sólo diez tienen más de 800 vacas nodrizas.

Podríamos pensar que donde se producen los abusos y se maltrata con saña a los animales es en las granjas porcinas, pero ahí la regulación española es muy dura. El número máximo de cerdas madres por explotación de ciclo cerrado (aquellas en las que nacen y ceban los lechones para su salida al mercado) es de 750 por granja. Si sólo se dedican a producir lechones de hasta 20 kilos se permiten hasta 1.800 madres. Esa es la legislación a escala nacional, por debajo hay normativas autonómicas que han de cumplirse porque son las comunidades autónomas las que expiden la autorización para instalar cualquier tipo de explotación ganadera. Obtener esa autorización es un proceso largo, caro, engorroso y muy garantista con los animales. Los ganaderos están sometidos a inspecciones y se exponen a que se las cierren si se descubre que la explotación no se realiza conforme a la ley. Hay algunos incumplimientos, pero son la excepción, no la norma.

Con todo, nos pueden parecer muchas 800 vacas nodrizas o 750 cerdas madres, pero si queremos que la carne y la leche formen parte de nuestra dieta a un precio razonable no queda otro remedio que industrializar la producción. Si no lo hacemos nosotros lo harán en otros países de la Unión Europea. Pero es que el número de animales per se no es equivalente a que nos encontremos ante una macrogranja, sino la cantidad de animales que se crían en un espacio concreto. A eso los ganaderos lo denominan densidad. Quizá era eso a lo que se refería Garzón si hubiese tenido el detalle de ser más preciso en sus palabras. La densidad en España está regulada también y ha ido mejorándose en los últimos años siempre en beneficio del animal.

Asunto diferente sería que el ministro lo que realmente quisiese decir cuando denunciaba el presunto maltrato en las granjas españolas, fuera que no debemos comer carne. No sería extraño. Vive obsesionado con eso. Hace no mucho montó desde el ministerio una campaña para que se reduzca el consumo de carne. Ante las críticas se descolgó con que todos los que la habían atacado eran hombres que “sentían que su masculinidad se vería afectada” por no comer carne o hacer una barbacoa; que las mujeres, en definitiva, eran mucho más receptivas al mensaje. Rizaba con aquello el rizo del absurdo mezclando no churras con merinas (no vayamos a liarla), sino veganismo con feminismo. Simple ideología, que a eso y no a otra cosa es a lo que se dedica este hombre.

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