Opinión

Las lenguas están para entenderse y otros sofismas

El asunto no va de plurilingüismo, sino del reconocimiento del carácter plurinacional del Estado

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Oriol Junqueras saluda a Pedro Sánchez. Europa Press

Las lenguas vuelven a estar de actualidad. El motivo ha sido la presentación el pasado 9 de marzo de una proposición no de ley sobre "la realidad plurilingüe y la igualdad lingüística" en España. La iniciativa parlamentaria corrió a cargo de Bildu, pero venía avalada por los grupos de Unidas Podemos, Esquerra Republicana, PNV y el heteróclito Grupo Plural, donde se mezclan Junts per Catalunya con los de Errejón, el BNG o Teruel Existe. Los ocho puntos de la proposición fueron votados por separado y rechazados en su mayor parte. Con todo, lo más interesante fue el debate en el Pleno, que no brilló por su altura que digamos, pero sirve como muestrario de todos los tópicos que se repiten acerca de las lenguas y las políticas lingüísticas.

El tono lo estableció Mertxe Aizpurua, antigua editora de Egin y encargada de presentar la proposición no de ley. De creerla, los hablantes de las lenguas distintas del castellano se verían sistemáticamente discriminados y sus derechos negados en razón de su lengua. Que se les impida ejercer esos derechos por la supremacía del castellano vendría a desvelar las deficiencias democráticas del Estado español: "Somos millones de personas las que queremos poder vivir en todos los ámbitos de nuestras vidas en nuestra lengua y somos millones los que queremos hacerlo en igualdad de condiciones". Sin un Estado verdaderamente plurilingüe no habría libertad ni igualdad ni democracia. Que la representante de Bildu se permita sermonear desde la tribuna sobre la libertad y la democracia da idea de que las palabras lo aguantan todo.

Cualquiera que lo siguiera, o repase las actas, puede advertir que había mucho de hueco o falso en el debate. Ya estamos acostumbrados a las acusaciones desmesuradas contra el Estado español, al que se presenta poco menos que incumpliendo sus obligaciones en materia de derechos humanos, pues eso era parte del propósito de quienes apoyaban la proposición, incluyendo al socio menor del Gobierno de coalición. Sin duda, la regulación de los derechos lingüísticos de los ciudadanos en sociedades plurales es un asunto complejo y lleno de aristas, pero aquí se trataba menos de eso que de escenificar un gesto de denuncia y repetir consignas como volem viure en català en diferentes idiomas (en el de Aragón, por ejemplo, se dice ‘queremos vivir en aragonés’). No hay mejor prueba de eso que cuando proliferan las apelaciones vaporosas a los valores (¡los derechos! ¡la democracia!), sin mayores concreciones. Así estuvieron flotando por el hemiciclo como vistosos globos de colores.

Es imposible no acordarse de Rodríguez Zapatero, maestro indiscutible del tópico, cuando dijo en otro Pleno del Congreso, allá por 2005, aquello de que "las lenguas están para entenderse, no para dividir ni confrontar"

La oposición no rehuyó esa tentación. La representante del Partido Popular, por ejemplo, defendió el "bilingüismo cordial", insistiendo en que las lenguas nunca deberían ser usadas como elementos de confrontación en la lucha política. Viendo lo que tiene enfrente, no deja de ser un piadoso deseo, condenado a la inanidad política. Tampoco nos ahorró el cliché según el cual "las lenguas unen, las lenguas son puentes de entendimiento y no de división". Es imposible no acordarse de Rodríguez Zapatero, maestro indiscutible del tópico, cuando dijo en otro Pleno del Congreso, allá por 2005, aquello de que "las lenguas están para entenderse, no para dividir ni confrontar".

Suena bien, desde luego, pero a poco que lo pensemos es una falacia de libro, concretamente un ejemplo de eso que se denomina ‘falacia de composición’. El sofisma consiste en este caso en atribuir al conjunto (las lenguas en plural) lo que se predica de cada uno de sus elementos (una lengua en particular). Como explicó alguna vez Bertrand Russell, del hecho de cada persona tenga una madre no se sigue que haya una madre de la humanidad. Obviamente, una lengua sirve para que sus hablantes se entiendan por medio de ella, pero que haya diferentes lenguas no facilita en modo alguno la comunicación entre sus respectivos hablantes; al contrario, constituye una importante barrera que dificulta, en mayor o menor grado según la proximidad de las lenguas, que se entiendan entre sí (traduzcan, si no, euskaraz bizi nahi dugulako). Eso por no mencionar la bobada de que las lenguas unen, como si los seres humanos no las usáramos para insultar, sembrar cizaña o pelearnos.

Un truco muy evidente

No fue la única falacia que pudimos escuchar en el Pleno. Hubo otra más llamativa a la que podríamos bautizar como el ‘sofisma del 45%’, en el que abundaron Aizpurua y varios de los que respaldaron la proposición no de ley. Según estos, el 45% de la población del Estado español vive en comunidades autónomas donde existe lengua distinta del castellano, en "países con lengua propia" al decir del diputado de las CUP. De ahí pasan a entender, como quien no quiere la cosa, que todos esos millones de ciudadanos tienen una lengua distinta del castellano. Como preguntó el diputado del BNG para concluir su intervención: "¿Está el Estado español dispuesto a respetar los derechos del 45% de su población que hablamos una lengua diferente del español?". El truco salta a la vista: quienes tienen el español como primera lengua, que son mayoría en prácticamente todas esas comunidades, han desaparecido de la discusión, yendo a engrosar las cifras de las lenguas propias. De lo grotesco de la distorsión da cuenta que en ese 45% no sólo van catalanes, vascos o valencianos, sino también aragoneses y asturianos.

Las alegres cifras de la España plurilingüe dejan en evidencia por qué el debate está viciado de raíz. El pase de magia se hace con el concepto de lengua propia, que se ajusta como un guante a los propósitos de los nacionalistas, pero desbarata irremediablemente cualquier perspectiva de discusión razonable sobre derechos lingüísticos. Pues no tiene otro sentido que el de erigir a la lengua autonómica en seña de identidad de un pueblo distinto, con independencia de cuál sea la lengua que usan efectivamente los ciudadanos. Con esos mimbres se extienden identidades a los individuos y se proyectan lealtades, que poco tienen que ver con los usos lingüísticos reales. Así el euskera pasa a ser la lengua propia de los vascos sin importar cuántos la hablen o tengan como lengua materna; ser un buen vasco implicaría identificarse con la lengua de los vascos, aunque uno se maneje mal con ella. El paso siguiente es previsible: allí donde los usos lingüísticos no se ajustan a esas identidades ficticias, habría una supuesta anomalía democrática que corregir por medio de la política lingüística, convertida en ingeniería social al servicio de la causa nacional. Seguro que les suena.

Podrían reconocer las múltiples naciones que están bajo la administración del Estado español, pero no". Poco le faltó para decir "bajo la bota del Estado español"

No nos engañemos, el asunto no va de plurilingüismo, sino del reconocimiento del carácter plurinacional del Estado. De una forma u otra, salió en casi todas las intervenciones a favor de la proposición, pero fue Marta Rosique de ERC la que lo dejó más claro nada más comenzar: "Podrían reconocer las múltiples naciones que están bajo la administración del Estado español, pero no". Poco le faltó para decir "bajo la bota del Estado español". Tampoco se quedó atrás Joan Mena, de Unidas Podemos, quien se situó entre "las fuerzas que defendemos la plurinacionalidad y la soberanía de los pueblos del Estado".

Si hablamos de pueblos soberanos en un proyecto confederal, entonces no estamos discutiendo de cómo regular de la manera más justa y eficiente los derechos lingüísticos dentro del orden constitucional. Lo que asoma de fondo son los derechos de los pueblos, no de los ciudadanos, y eso lo cambia todo. Por eso los mismos que se llenan la boca con los derechos lingüísticos y el plurilingüismo se oponen tranquilamente a que los castellanoparlantes puedan escolarizar a sus hijos en español en Cataluña, o a que reciban parte de las enseñanzas en esa lengua, algo insólito en perspectiva comparada. Simplemente, no entienden la diversidad al modo liberal, sino como los nacionalistas que son, a saber, como una yuxtaposición de pueblos o nacioncitas internamente homogéneos. De ahí el sofisma del 45%, tan revelador. Más que otra cosa, en sus manos el plurilingüismo es un ariete contra el orden constitucional, un pretexto para denunciar que el Estado español es una moderna ‘cárcel de pueblos’, como se decía de la monarquía austrohúngara. Haríamos bien en impugnar ese marco si queremos discutir de lenguas y derechos, en lugar de suscribir banalidades.

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