Quantcast

Opinión

Hace sesenta y tres años

Hoy no hablo de Putin, Sánchez, los separatas ni nada que no sea la madre que me parió tal día como hoy. La Señá Pepita

Hace sesenta y tres años
Las calles de Madrid en 1960. Europa Press

Yo no me acuerdo, aunque estaba. Dicen que mi santa madre se puso de parto a las tres de la madrugada y que, tras ir a buscar a mi padre al cabaré donde trabajaba de camarero, con la ayuda del sereno, el vigilante, el de la Casa de Socorro y un vecino se consiguió un taxi para llevarla a la clínica. Me hice de rogar y salí hasta las cinco de la tarde, la hora del paseíllo. Me cuentan que mi padre, el señor Miguel, cuando le anunciaron que servidor era un varón – entonces no existía el sexo fluido – pegó un salto que casi toca el techo. Así que ya ven, desde aquel ocho de marzo de 1959, servidor pulula por estos mundos de Dios.

Y como sea que hoy es mi día de días, he decidido hablarles de mis padres porque al lado de toda la maldad, molicie y sinvergüencería que nos rodea es bueno recrearse en los dulces recuerdos. A lo que vamos, ¿cómo era el año en el que saqué la nariz al mundo?

Cuando dos personas hacían un trato, el que fuese, se daban la mano y aquello era un acuerdo que iba a misa, sin notarios, pólizas, sin mediadores, sin más que la palabra dada y el deshonor de incumplirla. No es que no existiesen desalmados, pero eran excepción. Y más entre trabajadores. La gente era noble, cumplidora y más seria que ahora. Cuando yo nací, los hijos que no podían estudiar empezaban a trabajar muy pronto y cada semana – se pagaba la semanada en un sobre de estraza – al llegar el sábado a casa se le entregaba lo ganado a la madre con orgullo, porque estabas contribuyendo a la economía familiar.

Cuando dos personas hacían un trato, el que fuese, se daban la mano y aquello era un acuerdo que iba a misa, sin notarios, pólizas, sin mediadores, sin más que la palabra dada y el deshonor de incumplirla

Los que podían ir a la universidad, que empezaban a ser muchos, estudiaban, se esforzaban, pasaban noches en vela ante exámenes durísimos, muchas veces orales, tenían muy presente no faltarle el respeto a sus profesores, dejaban de salir con los amigos o con la novia si al día siguiente te caía, un decir, Derecho Romano, ya saben, que al esclavo manumite y a la esclava mite mano, como se decía entones. Y se hacía por el prurito de honrar a tus padres, que se privaban de todo para que tú tuvieses los estudios que ellos no pudieron. Personalmente les diré que solo he suspendido una vez en la vida y me pasé toda una tarde sentado en un banco de la barcelonesa plaza Molina por qué no sabía cómo decírselo a mis padres. ¿Miedo? No. Era vergüenza, era coraje contra mí mismo porque consideraba que les había fallado.

Hace sesenta y tres años las personas circulaban tranquilamente a cualquier hora del día, la gente trabajaba como burros, sin conocer lo que eran vacaciones ni fiestas ni puentes, pero gracias a eso las familias humildes se podían comprar un 600, un piso en propiedad e incluso una segunda residencia. Los más nostálgicos, en su pueblo de origen. Hace sesenta y tres años los ladrones, que también los había, se cuidaban muy mucho de robar en su propio barrio. Lo sé porque vivía en Pueblo Seco, barriada popular que linda con el Paralelo y el Barrio Chino, ahora llamado Raval, y en mi calle vivían junto a los trabajadores más probos una pléyade de putas, timadores, carteristas y, como se decía entonces, afeminados.

Hace sesenta y tres años los ladrones, que también los había, se cuidaban muy mucho de robar en su propio barrio

Tan probos como los primeros, añado. La convivencia era perfecta, la gente se ayudaba, las puertas jamás se cerraban salvo por la noche, todo el mundo se autoinvitaba a bodas, comuniones o bautizos pero también a los entierros, a amortajar al finado – eso le caía siempre a mi pobre madre, que luego se pasaba una semana malísima -, a organizar el velatorio, a hacerse cargo de los chiquillos si los hubiese. Y si por cosas de la política o la ley alguien ingresaba en el hotel rejas, la gente organizaba colectas con lo que tenía, hacía paquetes de comida con lo que podía, y se le hacía llegar al reo o a su familia.

Lo sé porque estas comisiones se las encargaban a mi padre, que tenía merecida fama de hombre justo y serio. De todo esto hace solo sesenta y tres años, y el viejo que soy ahora no da crédito ante los tiempos que me ha tocado vivir. No me dan ninguna envidia los que nacen hoy. Sinceramente.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.