Opinión

Guerra y paz

Cuando se trata de afrontar la muerte y la destrucción en defensa de sus derechos, únicamente el agredido puede tomar la decisión de continuar la guerra frente a un enemigo más fuerte y despiadado

Un carro de combate ruso T-90 dispara en Donetsk / EFE / EPA / Ministerio de Defensa Rusia

Se ha cumplido un año de la invasión de Ucrania por las fuerzas armadas de la Federación Rusa, un acontecimiento de los que marcan época, pues ha trastocado por completo los cimientos del orden y la seguridad en Europa, tal y como fueron establecidos por los Acuerdos de Helsinki en 1975, con repercusiones económicas y políticas de alcance global. No puede extrañar por ello que, con motivo del funesto aniversario, se redoblen las voces que reclaman la paz y una solución negociada al conflicto. Como recordarán, las negociaciones entre las autoridades de ambos países llevan suspendidas desde mayo pasado.

En este asunto de las reclamaciones de paz, o de una solución diplomática al conflicto, hay que andar con cautela, pues los lemas funcionan como señuelos equívocos. Ahí tienen como muestra la segunda Conferencia europea por la paz en Ucrania, organizada hace unas semanas por Unidas Podemos junto con otras organizaciones de la izquierda europea, sin que asistiera ningún representante del país agredido. ¡La paz en Ucrania pero sin los ucranianos!

Así que todos estamos por la paz. El quid de la cuestión está como siempre en la letra pequeña: por qué paz estamos y cómo llegar a ella

Por lo demás, nadie se declara a favor de la guerra, siendo ésta un mal terrible. Como observó irónicamente Clausewitz a propósito de Bonaparte, hasta el peor invasor se proclamará ‘amante de la paz’, pues desearía conseguir sus objetivos sin lucha y disfrutar de sus conquistas sin resistencia. Esa era la ambición de Putin cuando lanzó su ‘operación militar especial’ (eludiendo cuidadosamente el término ‘guerra’ en sus discursos), de no ser por que se encontró con la tenaz oposición de un país que no quería renunciar a su independencia e integridad territorial. Así que todos estamos por la paz. El quid de la cuestión está como siempre en la letra pequeña: por qué paz estamos y cómo llegar a ella.

De cómo ha de ser la paz en Ucrania va, por ejemplo, la resolución que la Asamblea General de Naciones Unidas votó el pasado 23 de febrero, en vísperas del aniversario de la invasión. En ella se afirma que, a la vista de las desastrosas consecuencias humanitarias y las gravísimas violaciones de derechos humanos que ha provocado la agresión rusa, es necesario alcanzar cuanto antes una paz justa y duradera, puntualizando que ésta sólo es posible dentro del respeto por los principios de la Carta de Naciones Unidas. Entre esos principios del derecho internacional figuran la prohibición taxativa de emplear la fuerza contra la independencia o la integridad territorial de otro Estado y que cualquier adquisición territorial por medio de la fuerza es ilegal, por lo que no puede ser reconocida por la comunidad internacional. Ex injuria jus non oritur, que reza el aforismo clásico.

El rechazo ruso, en cambio, sólo reunió siete votos, con aliados tan ilustres como Corea del Norte, Bielorrusia, Siria o la Nicaragua de Ortega

Por ello, además de reclamar el respeto por las normas del derecho humanitario, en lo concerniente al tratamiento de prisioneros de guerra o los ataques contra las infraestructuras civiles, hospitales o escuelas de Ucrania, la resolución exige la retirada inmediata y completa de todas las fuerzas militares rusas del territorio de Ucrania, dentro de sus fronteras reconocidas internacionalmente, y reafirma su compromiso con la independencia e integridad territorial del país agredido en consonancia con los principios de la Carta de Naciones Unidas. No es poca cosa que haya sido aprobada por una amplia mayoría de 141 países, con la abstención de otros 32, entre ellos China e India. El rechazo ruso, en cambio, sólo reunió siete votos, con aliados tan ilustres como Corea del Norte, Bielorrusia, Siria o la Nicaragua de Ortega.

Con independencia del éxito diplomático que supone para el gobierno de Zelenski, la resolución de Naciones Unidas tiene el mérito de recordarnos que no vale cualquier paz, o la paz de cualquier modo. Pues no se puede pensar en la paz, o en una solución diplomática, ignorando el hecho de que estamos ante una guerra de agresión en toda regla, una empresa de conquista al viejo estilo, que viola los principios más elementales del derecho internacional sobre los que se edificó el orden internacional tras la Segunda Guerra Mundial. Si algo distingue a la guerra de Ucrania de otros conflictos, que pueden resultar más turbios o equívocos, es la claridad moral que la rodea: un país que se defiende valerosamente contra un invasor poderoso que persigue por todos los medios, incluso los más brutales, acabar con su independencia política y anexionarse parte de su territorio, rehaciendo a su antojo las fronteras en flagrante violación de la legalidad internacional.

Son hechos que nadie puede negar, salvo que uno se alinee con los propagandistas del régimen ruso. Por eso la discusión se desplaza a otro terreno, invocando siempre el valor de la paz. Lo hemos visto desde el inicio del conflicto con los partidarios del ‘no a la guerra’, un lema tramposo que sirve más que nada para emborronar la distinción fundamental entre la agresión y la legítima defensa; de esa forma, por mucha hojarasca retórica que se eche al asunto, se acaba igualando a los beligerantes y difuminando la responsabilidad del agresor. Si además se utiliza para negar al agredido los medios de defensa, o la asistencia militar de terceros sin la que no podría continuar la lucha, entonces se está haciendo el juego al invasor bajo el pretexto del pacifismo. No nos vamos a extrañar: son los de ‘la paz en Ucrania’ sin contar con los ucranianos.

Persuadamos, o presionemos, a la víctima de la agresión para que ceda en sus justos derechos con tal de ‘evitar el mal mayor de un conflicto generalizado

Hay voces más respetables que, sin desdibujar la diferencia entre el agresor y el agredido, alegan la necesidad de detener como sea el curso de la guerra, sentando a las partes a negociar, por temor a que la escalada militar conduzca a la tercera guerra mundial o a una conflagración nuclear. Es el caso de Jürgen Habermas, quien explicaba en un artículo del pasado febrero por qué era el momento de negociar la paz. A la vista de la nula disposición de la parte rusa, el planteamiento supuestamente realista del filósofo parece más bien un ejercicio unilateral de wishful thinking. Pero lo que me interesa es el fondo de su argumentación, pues viene a ser una versión actualizada de la lógica del apaciguamiento: persuadamos, o presionemos, a la víctima de la agresión para que ceda en sus justos derechos con tal de ‘evitar el mal mayor de un conflicto generalizado’. Veladamente por supuesto, Habermas señala que los gobiernos occidentales tienen suficiente capacidad de presión, dada la dependencia de Ucrania de su asistencia militar y económica, para ejercerla sin dejar la iniciativa de las negociaciones en manos de las autoridades ucranianas.

Cito a Habermas porque muchos leen sus artículos de opinión como si fueran encíclicas, pero no es ni mucho menos el único que defiende el planteamiento del apaciguamiento. Por eso conviene ver que éste falla tanto por el lado del realismo como por el de la justicia. De lo primero tenemos suficiente constancia por la experiencia histórica, pues el apaciguamiento es percibido por el conquistador como una señal de debilidad y suele abrirle el apetito. Sabemos bien cómo acabó la política de apaciguamiento de Francia y Gran Bretaña en los Sudetes y Checoslovaquia, cuando la injusticia no evitó la guerra, pero es que tenemos mucho más reciente el comportamiento de Rusia primero en Georgia y en 2014 con la anexión por la fuerza de Crimea y la ocupación del Donbás.

Ahí está el mal que comete el agresor, porque fuerza a los agredidos a arriesgar sus vidas para defender sus derechos, poniéndolos ante la necesidad de tener que elegir entre esos derechos o esas vidas

En cuanto a lo segundo, habría que tener cuidado con que la preocupación humanitaria por los horrores de la guerra no oculte la injusticia fundamental que es la agresión, que los desencadena injustificadamente. No es por casualidad el crimen de guerra por antonomasia, mientras que la defensa frente a ella constituye el caso ejemplar de guerra justa. Como explica Michael Walzer, la agresión quebranta ‘la paz con derechos’, la seguridad y la libertad de quienes sufren la agresión, no la mera ausencia de hostilidades. Ahí está el mal que comete el agresor, porque fuerza a los agredidos a arriesgar sus vidas para defender sus derechos, poniéndolos ante la necesidad de tener que elegir entre esos derechos o (un buen número de) esas vidas.

Siendo la agresión un acto criminal, corresponde a la víctima el derecho a defenderse recurriendo a la fuerza necesaria, que le asiste de acuerdo con el derecho internacional y la tradición de la guerra justa. Por eso, cuando se trata de afrontar la muerte y la destrucción en defensa de sus derechos, únicamente el agredido puede tomar la decisión de continuar la guerra frente a un enemigo más fuerte y despiadado; sugerir otra cosa parece cuando menos inicuo. No menos importante es ver que la agresión es un crimen que se comete contra la víctima, pero también contra toda la comunidad internacional, según recuerda la resolución de Naciones Unidas. De ahí que esté más que justificada la asistencia a la víctima, proporcionándole los medios necesarios para defenderse. Porque defendiéndose está defendiendo los principios fundamentales del orden y la legalidad internacional, que nos conciernen a todos. Haríamos bien en no olvidarlo.

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