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Opinión

Lucharemos en las playas...

La claudicación ante la tiranía, el apaciguamiento del tigre, es peor que la guerra: es la indignidad, es la resignación a perder todo lo que nos hace seres humanos libres y no esclavos

El presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, habla en la Cámara de los Comunes. Europa Press

El Parlamento estaba mucho menos dividido que el gobierno, cosa inaudita. Winston Churchill había sido llamado por el rey Jorge VI (que no lo tragaba, al menos por entonces) para presidir un gobierno de gran coalición entre laboristas y conservadores: otra absoluta rareza, pero era lo necesario ante la emergencia de la guerra. Eran los últimos días de mayo de 1940. Hitler había invadido sin dificultad Holanda y Bélgica, había puesto de rodillas a Francia a una velocidad insoportable y se disponía a cruzar el Canal de la Mancha y a invadir Inglaterra. Eso no había sucedido desde 1066, cuando entró Guillermo el Conquistador, y en aquel momento era cuestión de días.

Con todo el ejército británico (unos 300.000 soldados) asediado en las playas de Dunkerque, y con la poderosa Flota británica inutilizada por el terrible poder destructivo de los aviones alemanes, la situación era crítica. Buena parte del gobierno (Neville Camberlain, lord Eward Halifax) proponía negociar una paz honrosa (una rendición, para entendernos) con Hitler a través de la mediación italiana. Pero Churchill primero, el rey Jorge después y sin duda el pueblo británico, dijeron que no. Que preferían la muerte antes que someterse al “cabo austriaco”, como lo había llamado Hindenburg, y a la Gestapo.

La extraordinaria película Darkest Hour, dirigida por Joe Wright en 2017, relata todo esto con admirable exactitud. El 4 de junio de 1940, un Churchill enardecido entró en los Comunes, donde sus compañeros de partido (ah, los siempre adorables compañeros de partido) le preparaban una moción de censura. Tomó la palabra y, en un discurso de apenas media hora, dijo esto que sigue:

“Llegaremos hasta el final (…) lucharemos en los mares y océanos, lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire, defenderemos nuestra [tierra], cualquiera que sea el costo. Lucharemos en las playas, lucharemos en todos los aeródromos, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas, ¡nunca nos rendiremos!”.

Gran Bretaña emprendía el arduo, terrible camino de la resistencia. Lucharon en las playas y en las colinas. Lucharon en todas partes. Cinco años después, vencieron

Esas frases, que cambiaron la historia de Inglaterra, están en el código genético de los británicos. Se estudian en las escuelas. La gente se las sabe de memoria. La Cámara reventó, no de aplausos (en los Comunes no se aplaude, como tampoco se mete nadie las manos en los bolsillos) sino de gritos y de bravos; volaron cientos de papeles y, mientras Churchill gritaba una y otra vez “¡Victoria!”, la moción de censura urdida por Halifax (el “zorro santo” le llamaba el primer ministro: Holy Fox) se iba a hacer gárgaras y Gran Bretaña emprendía el arduo, terrible camino de la resistencia. Lucharon en las playas y en las colinas. Lucharon en todas partes. Cinco años después, vencieron.

Esas palabras, exactamente esas mismas palabras casi sagradas, que nadie ha olvidado jamás, las volvió a pronunciar ante el abarrotado Parlamento británico, hace muy pocos días, el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. Lo hizo por videoconferencia, mediante unas pantallitas de televisión que los diputados y los lores miraban fascinados. “Lucharemos en las playas…” Zelenski no vestía el grueso traje negro ni el chaleco con leontina de Churchill, ni llevaba sus gafas redondas de pasta; iba con una camiseta verde oscuro, despeinado y sin afeitar. “Lucharemos en las colinas…”. La determinación de aquel hombre era la misma, exactamente la misma que la de Sir Winston hace 82 años. Estaba pidiendo a los británicos ayuda para su lucha, para su independencia y para la libertad de su nación, porque Zelenski sabe hoy, como Churchill sabía entonces, que lo importante ahora no es ya la paz, como dicen las belarras; lo único que cuenta ya es la victoria, porque sin la victoria –otra frase de Churchill– no es posible la supervivencia de Ucrania. “¡No nos rendiremos nunca!”.

En los Comunes se produjo, una vez más, algo asombroso. Todos los parlamentarios presentes, todos sin excepción, desde el astuto tarambana de Boris Johnson al jefe de la oposición, Keir Starmer, estallaron en vítores y aclamaciones hacia aquel joven (tiene 44 años) en camiseta que les sonreía y alzaba el puño para saludarles, gesto poco frecuente entre los diputados británicos. Ya nadie recuerda las trampas ni las fiestas a escondidas ni la insensatez ni la incompetencia del actual primer ministro, Johnson, a quien le ha hecho falta nada menos que una guerra para mantenerse en la silla. El mundo ha cambiado en una semana. Ya nada es como era antes y los británicos –pero no solo los británicos– han reaccionado como fieras ante la invocación de aquellas palabras mágicas de hace ochenta años: “Lucharemos en los campos y en las calles…”.

No a la guerra, dicen los y las belarras. Busquemos la paz, confiemos en la diplomacia, sonriamos, venid y vamos todos con flores a María

Cuando Zelenski, parafraseando de nuevo a Churchill, dijo que esperaba que Europa y el mundo libre, “con todo su poder”, acudiesen en auxilio de su país, que está siendo masacrado por Putin con la misma saña y el mismo desprecio por la población civil que mostraron los nazis, el gobierno reaccionó con lo primero que tenía a mano: la prohibición de importar petróleo ruso. Cabe esperar que esto sea solo el principio. O al menos que no sea el final.

No a la guerra, dicen los y las belarras. Busquemos la paz, confiemos en la diplomacia, sonriamos, venid y vamos todos con flores a María. De nuevo Churchill: “Cuándo aprenderemos la lección, ¡cuándo aprenderemos la lección! ¡Cuántos dictadores más tendremos que soportar hasta comprender que no puedes negociar con un tigre cuando tienes la cabeza en su boca!”.

Ya no hay que suplicar la paz. Ese momento ya pasó. Ahora, cuando las tropas de Putin bombardean deliberadamente hospitales, guarderías, zonas y edificios donde vive gente corriente, gente como ustedes y como yo; ahora, cuando ciudades como Mariúpol, que tiene el tamaño de Palma de Mallorca, o Berdiansk, que tiene el de Cádiz, están siendo machacadas, devastadas, asoladas, como lo fueron Dresde o Coventry o Guernica; ahora, cuando se asesina intencionadamente a la población civil y se detiene o se “desaparece” sin contemplaciones a quien trata de decir que eso está mal, ya no hay que pedir la paz. Hay que luchar, hay que pelear por la libertad. Porque la paz sin la libertad es la paz del sometimiento, la paz del terror, la paz de los cementerios. Ahora es la libertad, la dignidad humana lo que está en juego. La paz se perdió hace ya mucho tiempo.

De la recién revivida Europa, que se ha puesto en pie y al orden de una forma admirable, y de lo que Churchill llamó aquel histórico día de 1940 “el nuevo mundo, con todo su poder”, depende ahora yo ya la supervivencia de una nación admirable, como es Ucrania, sino la libertad del mundo que nazca después. Nadie quiere (salvo Putin) la guerra, eso está claro. Pero la claudicación ante la tiranía, el apaciguamiento del tigre, es peor que la guerra: es la indignidad, es la resignación a perder todo lo que nos hace seres humanos libres y no esclavos. La rendición de la libertad es la antesala de la muerte.

Ojalá tenga (mejor dicho: le demos a) Zelenski tanta suerte y tanto aguante como tuvieron Churchill y los británicos. Ojalá se mantenga bien alta esa frase: We shall never surrender!, ¡no nos rendiremos jamás! Porque de ello depende el mundo en que viviremos dentro de muy poco.

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