Todo no van a ser censuras al ministro de Transportes. Bastante cruz le ha caído encima con tener que soportar, cada mañana, la ruidosas y ofensivas alusiones de miles de irascibles pasajeros que, de forma tan injusta, le dirigen picardías que harían ruborizarse al mismísimo Jack el Destripador.
Lo mío va de elogios. Y de agradecimiento. Porque me ha regalado las pasadas vacaciones algo que, desde los mitos de El Dorado y la búsqueda del Grial y las Fuentes de la Vida, los hombres han tratado inútilmente de encontrar: la eterna juventud. Y es que retrasar tu ya provecta edad en más de setenta años, como ha hecho conmigo el señor Puente, es muy de agradecer. Es lo que hoy, pluma en ristre, estoy tratando de hilvanar.
Todo comenzó el pasado 17 de diciembre, martes, cuando mi mujer y yo tomamos el AVE para Málaga, que tenía su salida de Atocha a las 10.35 de la mañana. Nada más ponerse en marcha, el lujoso convoy, de repente, se detuvo. “Ya empezamos”, gruñó el caballero que ocupaba el asiento individual, a nuestra izquierda, mientras levantaba la vista del ordenador, que acababa de encender. Afortunadamente, esa primera alarma fue breve: el tren paró sólo unos minutos, tras los que reinició su marcha. Menos mal. Pero no habría avanzado más de cuatrocientos metros cuando volvió a detenerse. Y, ahora sí, nos explicaron de qué iba: la megafonía nos ahunció que la causa era debida a una caída en el fluido eléctrico, que duraría alrededor de media hora. Nuevo enfado, esta vez ruidoso, del viajero de la izquierda. Sin embargo, a sus cuarenta años –más o menos-, eso de la “caída en el fluido”, pienso yo, no le traería recuerdo alguno.
No era ése mi caso. A mí, tal incidencia me resultó como el reencuentro con un viejo conocido de la infancia. No es que me ilusionara: es que me rejuveneció, situándome muchos años más atrás. Así que volví el rostro hacia mi mujer –tampoco a ella la avería le sugería nada- y le dije: “¡Carmen, una caída de tensión, como en los viejos tiempos!”, y volví a sentirme joven, inundado de felicidad.
El trayecto, de 22 kilómetros, se cubría en algo más de dos horas. Y aquí viene lo bueno: en la subida hacia “La Yedra”, y ante la debilidad del fluido eléctrico, debido al estiaje de los ríos que alimentaban la central, el conductor nos rogaba –a estudiantes, trabajadores jóvenes y soldados de permiso- que echásemos pie a tierra, para aliviar al viejo trasto
Hace más de siete décadas, yo cursaba el bachillerato en un colegio de Sevilla. En junio, comenzaban las vacaciones de verano y me iba a pasarlas a Villarrodrigo, un pueblecito en la raya de Jaén con Albacete. De Sevilla a mi punto de destino hay exactamente cuatrocientos kilómetros, que hoy se hacen, sin esfuerzo, en cinco horas; pero entonces, mi periplo –tren, tranvía y dos autobuses- se alargaba hasta casi completar las dos jornadas. Sé que a los más jóvenes les parecerá que estoy exagerando, pero no hay tal. Salía de Sevilla a última hora de la tarde, en el expreso de Madrid, que llegaba a la estación de Baeza a las tres de la mañana. Allí esperaba cuatro horas, hasta que iniciaba su andadura hacia Úbeda el pomposamente titulado “Ferrocarril Eléctrico de la Loma”, que era, en realidad, un viejo tranvía con jardinera, harto de dar tumbos por las calles de Granada. El trayecto, de 22 kilómetros, se cubría en algo más de dos horas. Y aquí viene lo bueno: en la subida hacia “La Yedra”, y ante la debilidad del fluido eléctrico, debido al estiaje de los ríos que alimentaban la central, el conductor nos rogaba –a estudiantes, trabajadores jóvenes y soldados de permiso- que echásemos pie a tierra, para aliviar al viejo trasto y permitirle coronar el repecho hasta la siguiente parada. Las malas lenguas afirmaban que, en más de una ocasión, hubo que empujarlo; pero son habladurías sin fundamento. Yo nunca lo vi. Tuve que bajarme en más de una ocasión, eso sí; pero empujar, lo que se dice empujar, no empujé. Por eso, cuando el funcionario de la Renfe nos dijo el pasado diciembre que había “falta de fluido”, me dio un vuelco el corazón: había retrocedido setenta y cinco años y me sentí –ustedes lo comprenden- joven y animoso, como en los veranos de subida hacia “La Yedra”.
Mi regreso desde Málaga, el día 4 de enero, tuvo también un puntito de aventura. El AVE de Madrid tenía su salida a las 15,41. Cuando nos llamaron para el control de los billetes, nos pusimos ordenadamente en cola, y a esperar. Pero la línea no avanzaba. Por fin, tres cuartos de hora más tarde, se abrieron los accesos s los trenes y unos cientos de viajeros trataron de encontrar sus asientos respectivos. A los lados del andén había dos convoyes, pero no el nuestro. Aquellas buenas gentes, desorientadas, iban y venían arrastrando sus carritos, sin saber muy bien qué hacer. Y aquí me asaltaron, otra vez, las vivencias de los años cuarenta, cuando los pacientes ciudadanos, con sus maletas de cartón amarradas con cordeles, corrían a todo trapo para dar con el vagón correcto, en las estaciones de Moreda, Bobadilla o Alcázar de San Juan, donde las líneas de Madrid, Granada, Jaén y Albacete se cruzaban. Porque, si no andabas listo en el trasbordo, podías perder el tren. Lo cual significaba, entonces y ahora, un serio problema.
La nostalgia de las cosas que se fueron
Por eso quiero comentar, agradecido, lo que acabo de vivir en la salida de Atocha y en la estación de Málaga: un pasado que regresa, después de setenta y cinco años, como un bálsamo salutífero y confortador, que inunda mis adentros con aromas que creía ya olvidados. Qué alegría: volver a sentir tan benefactoras experiencias. Ni el olor de Ulises, que detectó Argos, el fiel y viejo perro; ni el sabor de la magdalena de Proust, de mágicos efectos, se pueden comparar con la fuerza evocadora que han supuesto, para mí, los recientes episodios que acabo de narrar. Esa caída de tensión y el barullo vivido en el andén malagueño, con sus inciertas, nerviosas y atribuladas correprisas, han colmado de añoranza mis recuerdos del pasado. Gracias, señor ministro, por haber hecho que Renfe retroceda tres cuartos de siglo, y dejar en los zapatos de este veterano embajador ese generoso y entrañable regalo de reyes: la nostalgia de las cosas que se fueron.
aiglesiasrio
11/01/2025 22:50
Es lo que tiene el wokismo climático-religioso que nos gobierna en Bruselas por la gracia de Dios de los Peperos europeos alineados con Santa Social Democracia de la Confiscación Ecológica. Que vamos para atrs, como los cangrejos. Una pena. Tanto esfuerzo de varias generaciones en los 40 y los 50 y en esto nos estamos quedando. Viva Feijoo, Von Der Leyen y Sánchez, la Agenda 2030 trinitaria.