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Opinión

La escalera de Jacob

Puigdemont y Torra.

El CEO ha publicado un encuesta que ha turbado la paz bovina y de culo acomodaticio reinante en Waterloo. Ahora resulta que el heroico fugado y su banda de alegres hombres de Sherwood perderían las elecciones ante Esquerra. Vaya por Dios.

Cualquier encuesta, sea oficial o no, tiene poco crédito y no hay que fiarse de ellas más que de la barbiana que te lee la mano, el truchimán que adivina tu futuro con unos naipes cualquiera, grasientos y manoseados, o el garduñesco individuo que afirma conocer tu destino estudiando los astros. Pura filfa, pura comedia, pero como algo hay que hacer para entretener los ocios en estas frías tardes, tan oscuras, tan premonitoriamente brumosas y tristes, bien está analizar lo que el oráculo catalán nos ofrece.

Y lo que hay, previo escrutinio de los higadillos del pollo en cuestión, ha causado miedo entre los neoconvergentes, porque Junts per Catalunya perdería nada menos que entre diez y once escaños. De los treinta y cuatro actuales descendería por los peldaños del descrédito a los veintitrés o veinticuatro. ¡Ah!, tanto soñaron Artur Mas y Carles Puigdemont con la escalera de Jacob, que había de permitirles subir a los cielos, que olvidaron una máxima inapelable: las escaleras sirven lo mismo para subir que para bajar. En esa predestinación a la hondura del pozo estamos todos los mortales, solo que estas gentes del separatismo de heroísmo de cartón piedra nunca se consideraron como tales. Creyendo buenamente que salían del muslo de Júpiter – y sí, nacieron todos del muslo de Pujol, que en Cataluña ha venido a ser lo mismo en estas décadas – no han tenido ni el don de la profecía ni sentido de la realidad. Mas fue convocando elección tras elección hasta dejar en los puros huesos a su partido y Puigdemont ha acabado por darle la puntilla a ese cadáver político viviente que es el PDeCAT con su Crida, sus injerencias, sus oficiosidades y su malmeter constante.

Pontificar a distancia acerca de gestas que ni has de vivir ni has de afrontar parece que no convence del todo a los que sí creen en la quimera del oro en la que han convertido a la república catalana. Es más plausible atender a lo que diga un señor que está en la cárcel, léase Oriol Junqueras, que a uno que está en el sofá de su nueva y comodísima mansión en Waterloo. Porque tiene más de verdad la cara amarga de Tardà escuchando al botarate de Rufián – ¡qué gesto el de este hombre, que expresión de supremo hastío, de aburrimiento, de impotencia! – o los mensajes conciliadores de Junqueras, prácticos, aunque interesados, no nos engañemos, que la falsa chulería de señorito de pueblo de Puigdemont y su banda de subvencionados.

La gente lo juzga y, lógicamente, da un aumento a Esquerra notabilísimo, haciéndola ganadora de unos comicios catalanes con una horquilla que va de los treinta y seis a los treinta y ocho diputados, entre cuatro y seis más de los que tiene ahora en el Parlament. Por los mismos motivos, las CUP se disparan en el sondeo de los cuatro de ahora hasta diez u once. Puestos a quedarse con la algarada, los separatistas optan por la de proximidad, la que pueden ver y comprobar personalmente, y no las de plasma y en diferido.

Todo y así, esta escalera de Jacob que condena a unos a bajar y a otros a subir no altera el producto, a pesar del orden de sus factores, porque el separatismo seguiría con una más que holgada mayoría absoluta en el Parlament. Los partidarios de la independencia continúan siendo alrededor de un cuarenta y siete y pico por ciento y los contrarios se quedan en el cuarenta y tres y algo. Ciudadanos bajaría bastante, el PSC se quedaría igual, el PP a poco que e descuide iría no al cielo, sino al limbo, y los podemitas subirían de ocho escaños que tienen ahora a trece. Son leves ondulaciones que en nada afectan a la división existente en la sociedad catalana, más allá de que al del flequillo lo dejarían más cerca de la extinción política y a los del partido del triángulo más cerca de la gloria.

Puigdemont, cual Jacob contemporáneo, hizo como el bíblico, que huyó tras enfrentarse a su hermano Esaú, a saber, Junqueras. Se durmió encima de una piedra belga cualquiera, soñó con el prodigio de aquellos escalones que le llevarían directamente a la Gloria del Dios de Abraham, pero, como en todo sueño, despertó en el mismo lugar en el que se había quedado dormido. Y, si bien es cierto que en la tradición hebrea dicha escalera simboliza el éxodo del pueblo de Israel, no lo es menos que Yahvé le garantiza a Jacob que Esaú también caerá. Parco consuelo para Puigdemont, que se creyó puente entre el reino de la república y Cataluña, edificando su propio templo de Jerusalén en Waterloo. No supo ver que aquellos andurriales húmedos y desapacibles no son el Monte Moriá ni él es un profeta.

La imagen de aquel cartel de campaña en el que Mas aparecía cual Moisés moderno, abriendo los brazos con un mar de esteladas detrás suyo, ha causado no poco daño entre sus correligionarios. Ebrios de su propia épica, han tropezado con los peldaños de esa escalera que ahora todo indica que van a bajar entre trompicones, reproches y rabia. Y es que, ya que con símiles bíblicos andamos, Dios ciega primero a quienes quiere perder. Entre diez y once diputados, nada menos. Conste que la encuesta está hecha por ellos, por la Generalitat. Una profecía, pues, que emana de sus propias cocinas. Esperaremos la llegada de la realidad, que es siempre más aconsejable que los sueños, las profecías o los sondeos. Que todo viene a ser lo mismo, ilusiones, espejismos, aparejos de almas que se niegan a aceptar lo cotidianamente real. Estos viven instalados en la magia. Que no es blanca, precisamente.

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