Opinión

Entre la burla del Emérito y la ignominia de Sánchez

Juan Carlos I, a la salida de la casa de Pedro Campos en Sanxenxo: "Me encuentro muy bien"
El rey emérito durante su reciente visita a Galicia.

Ni este periódico ni su editor se han distinguido por tratar con benevolencia a Juan Carlos I. Mucho menos con la anacrónica y tosca pleitesía exhibida en las últimas horas por algunos. Es más, si algo caracteriza a Vozpópuli, frente a medios otrora prestigiosos y hoy convertidos en mera correa de transmisión del poder político, es su compromiso con la verdad ahora y siempre. Y ni nos han dolido ni nos duelen prendas a la hora de denunciar el comportamiento cuando menos irregular, si no abiertamente contrario al derecho y a la respetabilidad, del rey emérito.

Los deleznables hechos en los que se ha visto involucrado el anterior monarca, y de los que este país tuvo conocimiento a finales de los noventa merced a un libro de gran circulación (“El Negocio de la Libertad”, Editorial Akal) firmado por el editor de este medio, superan con mucho las peores hipótesis que se venían manejando en los círculos del poder político, empresarial y periodístico. Los líos de faldas y el cobro de ciertas comisiones por parte del Emérito eran lugar común, pero lo que muy pocos sabían era que el exjefe del Estado, hoy residente en Abu Dabi, se había montado un más que espléndido plan de pensiones al margen de Hacienda.

Dicho esto, conviene no caer en la trampa de confundir persona e institución. La Monarquía parlamentaria es hoy en España el único sistema razonable, y no ya porque así lo establezca la Constitución, sino porque la alternativa, una republiqueta populista, supondría un salto al vacío de consecuencias previsiblemente catastróficas. No conviene tampoco olvidar que sin la figura de don Juan Carlos, cuya “traición” al franquismo propició un amplio acuerdo en el que encontraron su sitio desde Santiago Carrillo a Ramón Rubial, Tierno Galván, Rafael Alberti o La Pasionaria, no habría sido posible el milagro de la Transición en paz de la dictadura a la democracia.

Por todo ello, produce algo más que sonrojo constatar la amnesia de un ministro del Gobierno de la nación, militante del Partido Comunista de España, que no ha dudado en mancillar la dignidad a la que le obliga su cargo llamando “delincuente” a quien, bien sea por razones de fondo o exclusivamente formales, ha sido eximido por las autoridades judiciales de cualquier responsabilidad penal. Nos gustará o no, pero el Emérito es un hombre libre. Nos parecerá mejor o peor, pero a partir de ahora lo que haga o deje de hacer a quien más debiera preocupar es a su sucesor, principal damnificado por los comportamientos paternos y objetivo número uno de quienes quieren acabar con la Corona.

Pero si el indisimulado objetivo de personajes de menor cuantía como Alberto Garzón es destruir el equilibrio de nuestra democracia para alcanzar lo que nunca obtendrán a través de las urnas, lo que se entiende menos es que miembros de un partido que se proclama de Estado convaliden esa conducta tan pueril como peligrosa. Se entiende menos, pero se entiende. Lo que constituiría una sorpresa sería precisamente lo contrario: que el clan socialista del Gobierno afeara las palabras del ministro y se esforzara, por encima de todo, en preservar el crédito de una institución más que dignamente encabezada por Felipe VI.

Muy al contrario, desde que se conocieran los detalles de la torpe visita de don Juan Carlos a España, Pedro Sánchez y sus voceros vienen alimentando una irresponsable y nada sutil campaña de desprestigio que encuentra eco en los medios afines, que de paso arremeten contra la oposición por defender al Emérito, y envalentona a la izquierda extrema. Y por si fuera poco, en un insólito ejercicio de cínica desproporción, la portavoz del Ejecutivo ha llegado a calificar de “conductas poco ejemplares” las actividades de Juan Carlos sin que de sus labios hayamos todavía oído la menor crítica contra los líderes independentistas que encabezaron un golpe de Estado contra la democracia española.

Mientras no oigamos al presidente del Gobierno exigir disculpas a los Junqueras y Puigdemont, mientras no rompa con los secesionistas y con los herederos de los chicos del tiro en la nuca, ni Sánchez ni nadie de este Gobierno estará legitimado para pedir rectitud ni honradez a nadie. El proceder del Emérito es de todo punto censurable, pero más lo es, si cabe, el de un Gobierno que, lejos de perseguir a los líderes del 'procés', ordenó a la Abogacía del Estado que se opusiera a los recursos contra su indulto (decisión afortunadamente corregida por el Supremo) y acabó convirtiéndolos en socios preferentes. Lo de Juan Carlos I ha sido una burla; lo de Sánchez es una ignominia.