Ella trabajó de maestra muchos años, quizá demasiados. Al principio compaginaba su vocación pedagógica con ayudar en las tareas del campo a su familia. Él, también procedente del campo, empezó a saber lo que era sudar la camiseta bajo el sol implacable de Andalucía a la edad de nueve años. Eran otros tiempos, unos de los que muchos jóvenes de hoy no quieren oír ni hablar porque les demuestra lo bien que viven y lo flojitos que son. Luego lo típico, ya se sabe, se conocieron en un baile, se enamoraron, se casaron y siguieron trabajando toda la vida. Ella, de lo suyo, como profesora, y él de encargado en un almacén. Tuvieron unos hijos que casi no se acuerdan de ellos porque viven fuera y unos nietos que les saludan por navidades como lo haría un extraño.
Pero doña Pilar es feliz junto a su Pepito, como lo llama, y teniendo a sus geranios en el pequeño balcón de su piso de cincuenta metros cuadrados y un par de libros que saca de la biblioteca pública se siente satisfecha. Hoy, el señor José habrá salido temprano de casa para ir a comprarle un dulce a doña Pilar a un sitio que queda bastante lejos de su barrio. Es una pastelería de postín en la que venden unos hojaldres de crema que a doña Pilar la vuelven loca. Son caros, claro, pero hoy es la onomástica de su esposa a la que quiere tanto o más que el día en que se dieron el primer beso a escondidas, en un portal oscuro y pendientes de si bajaba o subía algún vecino. El señor José, que tiene una buena horita de ida y otra de vuelta, comprará también un ramillete de flores para doña Pilar. Suele hacerlo en la puerta de una iglesia donde una señora anciana las vende por poquito dinero. Los dos se tratan siempre de usted. ¡Se conocen desde hace tanto! Ella había sido muy guapa de joven e incluso hizo sus pinitos como corista en algún espectáculo de postín, pero la vida y los malos amores hicieron que su estación de término sean esos desgastados escalones de un templo al que poca gente acude y menos aún le compra flores.
El señor José sabe que aquella mujer es de los suyos, aunque no tenga muy claro quiénes son. Lo que sí sabe es que cuando Pilar le dijo que lo quería, Dios le vino a ver. Y tras cuarenta y tres años de matrimonio, sin más nubes que las lógicas en una pareja que se quiere de verdad, tiene claro que hoy su mujer le habrá preparado un arrocito de esos que a él tanto le gustan, un arrocito sencillo, pero que ella guisa como los ángeles. Luego, los hojaldres y una copa de Jerez dulce, regalo de un primo que se fue a Alemania en los sesenta e hizo mucho dinero, y luego a ver la tele y a quedarse los dos dormidos en el sofá con las manos cogidas.
El señor José sabe que aquella mujer es de los suyos, aunque no tenga muy claro quiénes son. Lo que sí sabe es que cuando Pilar le dijo que lo quería, Dios le vino a ver.
El señor José y doña Pilar saben que este Doce de Octubre se celebra la fiesta nacional y hasta es posible que ella ponga la tele para ver desfilar a nuestras tropas – ¡la Legión, Pepito, ahora desfila la Legión! – o para ver a los reyes - ¡Qué guapo es Felipe, Pepito, y mira las crías, que altas han salido! – mientras se mueve en la minúscula cocina entre cazuelas concebidas para guisar mucha cantidad y ahora desterradas porque solo son dos los comensales.
Y yo creo que esta entrañable pareja de ancianos entienden mejor el sentido de este Doce de Octubre, a pesar de estar solos y de tener tan poquito, que muchos patriotas oficiales de los que se llenan la boca con palabras tan huecas como sus almas.