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Opinión

La educación y las leyes

La educación y las leyes

El año pasado, Ludger Woessmann -profesor de la Universidad de Munich, director del Centro ifo y uno de los economistas de la educación más importantes del mundo- expuso en la Fundación Areces las conclusiones obtenidas hasta la fecha de su investigación sobre los sistemas educativos. De forma muy resumida, su trabajo consiste en observar los distintos factores que intervienen en el proceso educativo en diversos países y compararlos con los resultados de rendimiento escolar que se producen. Evalúa el tamaño de los grupos escolares, número de niños por aula, financiación del sistema -tipo e importe por estudiante-, existencia de evaluaciones externas, autonomía de los centros, titularidad, trasfondo educativo familiar, etc. Sus conclusiones podrán parecernos sorprendentes o no. Eso depende del ángulo desde el que cada uno se aproxima a la educación en las primeras etapas de la vida. A mi me parecieron razonables: no hay varitas mágicas. A partir de cierto nivel no hay correlación directa entre más financiación y mejores resultados. El tamaño del grupo escolar tiene un efecto muy limitado. Los mejores resultados para los alumnos -en países desarrollados con sistemas educativos maduros- se producen cuando se combinan la financiación 100% pública con operadores no gubernamentales y con exámenes de evaluación de la calidad de la enseñanza. Se fomenta así la competencia, la calidad del profesorado y la diversificación de programas educativos siempre evaluados de forma eficaz usando indicadores comparables.

La educación pública nació para perseguir uno de los más altos ideales a los que una sociedad puede aspirar: romper el círculo vicioso que liga el aprendizaje de un niño -y con él, parte de sus oportunidades vitales- a las condiciones económicas y culturales de su familia. Es, en ese sentido, una de las herramientas más potentes de las que disponemos para poner algo de justicia en la lotería que supone el nacimiento. Por eso, el tipo de enfoque que practica Woessman es el que creo que debería inspirar a aquellos que pretenden trazar las líneas maestras del sistema: hacer aquello que está en su mano para posibilitar que el esfuerzo de niños y maestros fructifique. Todo lo demás debería estar en manos de profesionales de la educación.

Los gobiernos mínimamente respetables no dudan en poner en práctica las llamadas “políticas basadas en la evidencia” cuando de la salud se trata

Lo que funciona con la sanidad no satisface plenamente a ninguna ideología y nadie en su sano juicio lo pretendería. La realidad discurre en sentido contrario: son las distintas ideologías las que adoptan aquello que demuestra ser eficaz y lo incorporan, envuelto en la retórica adecuada, a sus propuestas políticas. Como parece que nos tomamos la salud más o menos en serio, tratamos de reducir el efecto de los tratamientos fantasiosos y exigimos largos años de estudio a aquellos que la aplican. Los gobiernos mínimamente respetables no dudan en poner en práctica las llamadas “políticas basadas en la evidencia” cuando de la salud se trata.

Educación especial

Llevamos más o menos el mismo tiempo curando y educando humanos, pero tenemos una ley de educación con cada cambio de gobierno. Medir los resultados educativos resulta ser de derechas. Dejar de aplicar el mismo tratamiento caro, doloroso e ineficaz, como la repetición sistemática, resulta ser de izquierdas. La equidad parece que la inventara la izquierda, pero defender el tratamiento personalizado que necesitan los alumnos de educación especial para desarrollar al máximo sus capacidades, o las clases de refuerzo que agradecen como agua de mayo los padres de familias menos favorecidas, ahora resulta ser de derechas.

Lo que funciona en la educación no satisface plenamente a ninguna ideología pero seguimos empeñados en que lo haga. Al igual que ocurre con la salud, la educación tiene sus propias reglas. Y resulta que formar el carácter funciona. El esfuerzo y la capacidad para sobreponerse ante la adversidad importan -es especialmente útil para los que parten de las posiciones más difíciles-, repetir curso como respuesta preferente al fracaso no funciona: no incentiva la mejoría y sí el abandono. En cuanto la edad legal lo permite, salen del circuito y no vuelven. Que un colegio sea público no lo hace peor que un privado ni tampoco mejor ni más igualitario: el precio medio de la vivienda de un barrio suele ser un mejor indicador de su calidad. Como señalaba Víctor Lapuente en una columna reciente, si tienes dinero podrás permitirte el lujo de enviar a tus hijos al excelente colegio público cercano o pagar lo que pida tu privado favorito en caso de que el público no satisfaga tus expectativas. Obtendrán una buena formación y una conciencia ideológicamente aseadita. Si no tienes recursos tendrás que conformarte con lo que te toque.

Cada vez que los adultos descubren algo que ignoran o hacen mal deciden que la mejor idea es incorporar una asignatura obligatoria que se lo enseñe a los niños

En España la política fracasa estrepitosa y descaradamente en educación. No cesa de negarle existencia y coherencia independiente. La utiliza una y otra vez de forma grosera: identidades, negocios, creencias, escaños. Todo es intercambiable en el bazar de una ley o desarrollo educativo. Cada vez que los adultos descubren algo que ignoran o hacen mal deciden que la mejor idea es incorporar una asignatura obligatoria que se lo enseñe a los niños. Como si su formación fuera un puzle que admitiese cualquier pieza en cualquier momento. Como si los que hubieran tenido un comportamiento lamentable fueran los niños y no sus padres.

Desde 1980 con la LOECE hasta la inminente LOMLOE, han pasado 40 años y ocho leyes orgánicas de educación. Si esa estadística no nos dice nada, entonces nada puede decírnoslo. Qué vergüenza.

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