En el prefacio que Curzio Malaparte escribió en 1948 para su clásico “Técnicas del golpe de Estado” decía que le achacaban el no haber incluido después los que habían tenido lugar desde 1930, año de la primera edición. La respuesta que daba el italiano era bien sencilla: las maneras de dar un golpe de Estado no habían variado, solo las formas de evitarlo. Estoy convencido de que aquel periodista hubiera seguido con atención lo que está pasando en España con el golpe en Cataluña y la respuesta de las instituciones del Estado, porque quizá variaba dicha opinión.
La Ley independentista asume la forma externa de “República parlamentaria”, pero en realidad crea un Comité de Salvación Pública para ejercer la dictadura
La Ley de Transitoriedad Jurídica que está preparando la Generalidad de Cataluña no solo sirve para dar un golpe de Estado, sino que pone las bases de una dictadura. Quizá esto haya pasado desapercibido para los partidos que tratan de remarcar solo la ilegalidad que supone, y no ven la consecuencia de la propuesta independentista. Esa Ley es lo más parecido al Estatuto Jurídico de la República, de abril de 1931, que el autonombrado Gobierno Provisional se dio para deshacer la Monarquía e imponer un régimen; un Estatuto que reunía en el Ejecutivo todos los poderes.
Eso mismo es la también llamada “ley de ruptura” o de “desconexión”. Esa norma suprema que nadie ha votado reúne en el mismo grupo de personas el poder de hacer las normas, el de ejecutarlas y el nombramiento de magistrados, y da forma y estructura a la nueva administración y a su personal. La Ley independentista asume la forma externa de “República parlamentaria”, pero en realidad crea un Comité de Salvación Pública; es decir, un órgano colegiado a la espera de un Robespierre (que sin duda saldrá), para ejercer la dictadura. Además, esa Ley actuará de Constitución, dicen, hasta que decidan cuándo y cómo se reunirá una asamblea que, siguiendo los parámetros establecidos en dicha norma, elabore un texto constitucional.
La pertenencia a una nación deja de ser algo inherente al individuo para ser potestativo de su Comité de Salvación
El hecho de la nacionalidad de esa dictadura en ciernes, según la Ley de Transitoriedad, pertenece al Estado catalán, como ha sido durante toda la Historia en cualquier régimen totalitario. La pertenencia a una nación deja de ser algo inherente al individuo, como en la legislación española, para ser potestativo de su Comité de Salvación, que podrá privar de las condiciones de nacionales a aquellos que consideren “traidores” o que no acepten la “independencia del Estado”. Los autores de esa Ley quieren privar al hombre de sus derechos, como vienen haciendo desde hace décadas, y que ahora su identidad dependa del arbitrio del gobierno independentista.
Esa idolatría del Estado responde al estilo populista del nacionalismo catalán. Es ese propósito de reconstruir una comunidad imaginada, homogénea, forzosamente feliz, sobre la base de la expulsión del disidente, de los traidores y apóstatas que osan poner en duda la unidad de destino en lo universal. Y el Estado es imprescindible para este propósito, es el gran instrumento de los ingenieros sociales, visionarios y creadores de pueblos. Se creen eso del “escultor de pueblos” del que hablaba Joaquín Costa.
El catalán Francesc Cambó, uno de los padres del catalanismo, escribió al respecto un libro muy curioso titulado “Las dictaduras”. Apareció en 1929, algo tarde. Hacía seis años que Primo de Rivera había salido de Barcelona en loor de multitudes tras dar un golpe de Estado. Cambó contaba que antes de 1914 las dictaduras vivían amenazadas por revoluciones o conspiraciones, pero que a partir de entonces era al revés: eran las revoluciones y las conspiraciones las que establecían las dictaduras. El motivo era que antes un régimen dictatorial suponía el acorralamiento y la asfixia de los políticos. Pero en la actualidad, decía, son los políticos ahogados los que pregonan y buscan una dictadura hablando falsamente en nombre del pueblo y de su porvenir. Como hoy.
Los populismos contemporáneos, ya sean socialistas o nacionalistas, buscan la imposición de un régimen autoritario y dictatorial en el que la libertad se sacrifica al proyecto común
Los populismos contemporáneos, ya sean socialistas o nacionalistas, buscan la imposición de un régimen autoritario y dictatorial en el que la libertad se sacrifica al proyecto común. Sí, a un objetivo marcado por una oligarquía que utiliza dicho estilo en su combate contra otra oligarquía. Porque el populismo puede ser en filosofía política la respuesta del pueblo al mal gobierno oligárquico, pero en la práctica de las democracias contemporáneas es una forma rentable de hacer política –discurso, liderazgo, organización y movilización-, máxime en democracias sentimentales, con sociedades infantilizadas. Esas mismas que desprecian su libertad a cambio de un amo protector.
Un referéndum en cajas de cartón reciclable, una conferencia en el Ayuntamiento podemita de Madrid, un desfile al compás del paso de la oca con la coreografía independentista, un tumulto de bastones municipales a la salida de un juzgado para acompañar al Mesías del 3%, un órdago cheli y parlamentario de Soraya, una adhesión del Barça (“Més que un club”, oiga), y un Rufián tuitero en Madrid, son pequeñeces en comparación con el propósito de establecer una dictadura para laminar la libertad de los que no comulguen con su paraíso. Esto es lo que debería detener el proceso.