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Opinión

El debate no está acabado

El narciso posmoderno olvida que el debate y el diálogo suelen ser medios, no fines, al menos en política

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Congreso de los Diputados. EP

Hace unos meses, no recuerdo bien en qué asamblea, Vox propuso debatir sobre la cuestión del aborto. En un giro inesperado de los acontecimientos, se negó la iniciativa con una respuesta –creo que de Ciudadanos- que me llamó la atención: “El debate sobre el aborto está acabado”.

Seamos honestos: precisamente la discusión sobre el aborto es de lo más inconcluso que hay. Habría sido más adecuado que ese portavoz de Ciudadanos hubiera apuntado que “el debate sobre el aborto es complejo, pero está sustanciado legalmente desde hace tiempo, interiorizado por gran parte de la sociedad como algo positivo, y soluciona de forma sencilla un problema complicado”. Claro que, de haberse manifestado en este sentido, habría tenido que admitir que esas no son razones para cerrar un tema de tanto calado.

Uno de los criterios para decidir la calidad de una democracia sería el no ir cerrando debates de este tipo a la ligera. Uno de los pilares de nuestras democracias constitucionales consiste en el debate abierto sobre temas que nos afectan a todos. El concepto “democracia” implica que el conjunto de la sociedad tiene capacidad de decisión sobre cómo quiere ser gobernada. Se trata de una capacidad que se delega en determinados representantes, sí, pero que no por ello deja de ser una decisión. Para que el derecho a participar en elecciones y referéndums no sea una pantomima, un mero formalismo por el cual el ciudadano cree que tiene voz, y no simplemente voto, se precisa tanto de la libertad de expresión como del derecho a la información: ¿Cómo puede decirse que elijo si no tengo en mi mano al menos un mínimo conocimiento de los temas en discusión? Por otro lado, el apellido “constitucional” que le encasquetamos a la “democracia” nos recuerda que no podemos someter absolutamente todo a votación puesto que hay cuestiones que resultan intocables, el derecho fundamentales, inalienables como el derecho a la vida, a la información y la libertad de expresión.

Estas reglas de nuestra organización política abren la puerta a que determinadas cuestiones pueden ser modificadas entre otras vías a través de la libre exposición y debate entre argumentos opuestos

Estos tres derechos están imbricados directamente en el ya de facto finiquitado debate sobre el aborto. El derecho a la vida está conculcado en este aspecto desde el punto de vista que defienden las asociaciones y grupos pro vida, quienes lo aceptan porque respetan las reglas del juego (no entraré ahora en otra cuestión compleja, la de la dualidad legalidad-legitimidad). Lo que me interesa destacar es que estas reglas de nuestra organización política abren la puerta a que determinadas cuestiones pueden ser modificadas entre otras vías a través de la libre exposición y debate entre argumentos opuestos.

Para debatir civilizadamente, no obstante, se necesita altura intelectual y respeto al que opina distinto. La palabra “respeto” es de las favoritas del diccionario político de unas décadas a esta parte. Ahora bien, los conceptos que están en el pódium de la jerga posmoderna son “tolerancia” y “diálogo”.

Buenos, bellos y verdaderos

Algunos entienden, sin embargo, estas palabras de una forma curiosa. La tolerancia y el diálogo se valoran por sí mismos, como medallas que nos convierten en los trascendentales filosóficos del ser: buenos, bellos y verdaderos. En este camino de goce y disfrute de la propia bondad, el narciso posmoderno olvida que el debate y el diálogo suelen ser medios, no fines, al menos en política: son un modo de decidir acerca de cosas prácticas que han de afectarnos a todos. El diálogo es una herramienta, no un adorno. Zapatero no olvidó esta cuestión obvia. Por esta misma razón no se le caía de la boca la palabra “consenso”, usada de una forma un tanto sui generis. La boca pronunciaba, sonriente, “consenso, consenso”, pero el concepto que entendíamos los demás era algo más bien parecido a “cara gano, cruz pierdes”.

Quien haya conocido un auténtico relativista que me lo presente porque es un ejemplar extremadamente raro, quizá mi animal mítico favorito

Estamos, desgraciadamente, en una etapa más allá de lo zapateril (¿quién iba a creer, por cierto, que podía haber algo aún peor?). Los tolerantes han ido dándose cuenta de que su bondad, belleza y verdad no podían ser puestas en peligro por unos cuantos tontos iletrados que además votan mal. No debería haber más debates porque sus opiniones no son tales, no son planteamientos discutibles sino verdades a proteger. Lo cual, por otro lado, es natural en el ser humano. Quien haya conocido un auténtico relativista que me lo presente porque es un ejemplar extremadamente raro, quizá mi animal mítico favorito. Pero el posmoderno no tiene presentes todas estas sutilezas, de forma que es natural que hayan transitado de la exaltación de la tolerancia al “machete al machote”.

Hubo un momento en que algunos sí percibieron esta incongruencia, y entraron en pánico: los intolerantes son los fachas, no nosotros. ¿Qué hacer? Un pictoline de Popper les sacó del apuro: “Según este filósofo se puede dialogar con todo el mundo, menos con el intolerante”. Tolerancia cero con el intolerante, problema resuelto. Olvidaron el pequeño detalle de que Popper manifiesta que es precisamente en el debate donde se percibe y decide que alguien es intolerante.

Defender las posiciones

Así pues, si llegaran a aceptar la auténtica propuesta popperiana, ¿permitirían acaso un verdadero debate público sobre el aborto? Se me ocurre, por ejemplo, que en las clases sobre sexualidad en los institutos permitieran entrar a los pro vida y que tuvieran la oportunidad de exponer sus argumentos. Sería de hecho interesante que pudieran hacer su explicación a la vez que los pro choice. Mataríamos dos pájaros de un tiro: enseñar a los alumnos que hay asuntos que se abordan en desde formas muy diversas y mostrarles que todas las posturas se pueden exponer de forma civilizada.

Quizá con este tipo de propuestas –basadas en un auténtico reconocimiento de la diversidad de pareceres- no ocurriría que la única forma que tuviera una mujer embarazada de conocer las consecuencias e implicaciones que supone un aborto, o de saber que existen alternativas, tuviera que ser a través de un diálogo con desconocidos en una clínica. Es evidente que éste no es el mejor momento ni el mejor contexto para alimentar el diálogo, el intercambio de criterios, la defensa razonable de argumentos, tanto para la mujer embarazada como para los informadores, sobre todo ahora que los quieren enchironar.

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