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Opinión

El falso debate constitucional

En España hay una mayoría abrumadora de ciudadanos que quieren vivir en algo parecido a una monarquía parlamentaria más o menos federal

El rey Felipe VI. EFE / Ballesteros.

Cada año, el día de la Constitución, tenemos una variación del mismo debate. Una mayoría considerable de españoles (el porcentaje siempre es muy alto, pero la cifra varía en cada encuesta) está a favor de una reforma constitucional. Un porcentaje elevadísimo de ciudadanos no estaba vivo cuando el texto fue aprobado; una fracción minúscula del censo electoral actual tuvo ni siquiera la oportunidad de votar a favor de la carta magna, allá por 1978. Ha llegado la hora de una reforma constitucional.

Como alguien nacido medio año después de la aprobación del texto constitucional, no puedo más que simpatizar con alguno de estos argumentos. Como politólogo, además (todos tenemos nuestros defectos), soy más consciente que muchos de los problemas, disfunciones y omisiones presentes en el documento. Y en abstracto, si me dejaran hacerlo sin que nadie me moleste, estaría a favor de hacerle una reforma.

No queremos que los políticos manipulen a su favor las normas bajo las que compiten, y desde luego, no queremos que puedan ponerse a jugar a los bolos con nuestros derechos

Lo haría, no obstante, a sabiendas que una reforma constitucional no cambiaría gran cosa sobre el funcionamiento de la política del país y nuestras frustraciones con esta.

Las constituciones son documentos curiosos. En teoría, son algo parecido a una súper- ley que establece las reglas del juego, las normas básicas de funcionamiento de una democracia, y crea una serie de garantías para proteger nuestros derechos fundamentales. Dado que ambas cosas son tremendamente importantes, las constituciones exigen procedimientos más complicados para ser alteradas que cualquier otra ley. No queremos que los políticos manipulen a su favor las normas bajo las que compiten, y desde luego, no queremos que puedan ponerse a jugar a los bolos con nuestros derechos por el mero hecho de que ganaron las últimas elecciones.

Partiendo de esta teoría, uno se esperaría que podemos tener constituciones “buenas” y constituciones “malas”. De la misma manera que el parchís es un juego mejor que el juego de la oca, quizás uno pueda tener una ley fundamental con un diseño tan torpe que haga el juego político esencialmente inmanejable, con bloqueos constantes, ambigüedades conflictivas y resultados injustos.

Cosa que sucede… pero sólo hasta cierto punto, y desde luego, no en el caso de nuestra constitución.

En 1978, cuando los padres fundadores del régimen político actual se sientan alrededor de una mesa para negociar nuestra ley fundamental, el diseño de constituciones distaba mucho de ser una ciencia desconocida. Europa tenía un montón de democracias liberales estables con décadas de funcionamiento. El mundo estaba lleno de modelos constitucionales exitosos, y también democracias fracasadas: un número considerable de estos fracasos, obviamente, habían sucedido en la misma España. Los ponentes constitucionales no eran estúpidos, y sabían que lo mejor que podían hacer era estudiar a nuestros vecinos, y adoptar las mejores ideas de cada uno de ellos.

La Constitución española fusila descaradamente gran parte de la constitución alemana y toma ideas de un puñado de otros textos europeos

Y así lo hicieron. La Constitución española fusila descaradamente gran parte de la constitución alemana y toma ideas de un puñado de otros textos europeos (Italia, Austria, Holanda…) adaptadas al contexto español. La única excepción es el modelo territorial, ya que no sabían qué territorios tendrían autogobierno. Dada la incertidumbre, el apartado sobre las comunidades autónomas fue redactado de forma más abierta, creando un sistema algo más flexible que en otras constituciones.

Eso nos dejó con una Constitución que, aun con sus defectos, está construida sobre unos cimientos sólidos. La ley fundamental no tiene problemas graves y cubre lo que debe cubrir; casi todas las decisiones que deja en manos de los políticos son las correctas, y las normas que excluye de su alcance, codificándolas en la misma constitución, son coherentes. El único capítulo que es un galimatías (el estado autonómico), es un galimatías necesario, ya que incluso 43 años después de su aprobación no tenemos un consenso sólido sobre qué aspecto debería tener.

Este, en el fondo, es el detalle más importante de cualquier constitución: son textos que reflejan un consenso político, pero no sirven para crearlo. Las constituciones codifican las reglas del juego, pero su efectividad depende de que los jugadores (o la mayoría de ellos) están más o menos contentos con el reglamento en primer lugar. Funcionan porque los votantes (y políticos) quieren que funcionen. En España hay una mayoría abrumadora de ciudadanos que quieren vivir en algo parecido a una monarquía parlamentaria más o menos federal con amplios derechos civiles y sociales. La Constitución refleja este consenso, y es estable porque las provisiones que el texto establece como fundamentales son las que casi todo el país cree que lo son. El estado autonómico está “fuera” de este consenso, así que no lo hemos escrito en piedra en la ley fundamental, y está bien que así sea.

Si miramos los sondeos sobre reforma constitucional con cierto detalle, vemos que, aunque todo el mundo más o menos quiere tocar algo del texto, no hay un acuerdo amplio sobre qué temas deben ser cambiados. La mayoría de las propuestas, además, son relativamente periféricas al armazón básico institucional (eso incluye monarquía o república, por cierto; el cambio es básicamente irrelevante), o giran alrededor de temas simbólicos, como “blindar” derechos (la implementación siempre se hará mediante leyes, así que ponerlos en la constitución no tiene efectos reales); no hablan sobre relaciones entre poderes, responsabilidades o demás. Son cambios cosméticos, casi todos bienvenidos, pero no fundamentales.

Introduciría un retoque en lo que la Constitución establece como circunscripción electoral, cambiando la provincia por las comunidades autónomas, para aumentar la proporcionalidad del sistema

Los debatiremos hasta la extenuación cada año, por supuesto, porque de qué otra cosa vas a hablar durante el puente, pero no son demasiado importantes.

Cosa que me lleva (obviamente) a mencionar la reforma constitucional que me gustaría ver a mí, porque todos tenemos una. En mi caso, abogaría por un cambio en el lado simbólico con la restauración de la ley sálica, porque si vamos a tener un sistema retrógrado y anticuado para escoger el jefe de Estado, hagamos bien de tener el sistema más retrógrado y anticuado posible. Añadiría, también, un cambio en lo que la Constitución establece como circunscripción electoral, cambiando la provincia por las comunidades autónomas, para aumentar la proporcionalidad del sistema.

Pero ambas reformas son, por supuesto, quimeras. Nuestra constitución quizás requiera ajustes técnicos y un par de manos de pintura, pero más por estética que por necesidad real. La Constitución refleja un consenso social, un equilibrio político; un texto distinto daría resultados bastante parecidos.

No es una ley perfecta, pero es una buena ley.

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