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Opinión

De embestiduras y otros atropellos

Yolanda Díaz y Pedro Sánchez celebrando la investidura
Yolanda Díaz y Pedro Sánchez celebrando la investidura EFE

España se ha unido oficialmente al lote de naciones consumidas por el imparable avance de la sociedad industrial digital. La perpetración de una investidura amañada por los más conspicuos representantes de la oligarquía gobernante y la pasividad de vastas mayorías es otro modo en que se presenta la decadencia de oxidente. A no alarmarse, lo peor está por llegar.

La deriva totalitaria consume al mundo libre desde el surgimiento de las redes sociales a comienzos de siglo y la masificación del teléfono móvil hace una década. El último clavo en el ataúd del Estado de derecho y las libertades civiles fue la pandemia 2020, accidente convertido en catástrofe convenientemente olvidada por gobiernos, oposiciones y grandes corporaciones noticiosas.

La bananización de España acompaña la banalización de la cultura y el abandono intelectual. La consagración de la pereza y el narcisismo fatuo, entre otras rémoras de la sociedad dirigida y vigilada desde masivas granjas de servidores, podan los cimientos de todas las formas conocidas de organización social.

“Para Fichte, Lassalle y Rodbertus el Estado no está fundado ni formado por individuos, ni por un conjunto de individuos, ni su propósito es servir a ningún interés de los individuos. Es una Volksgemeinschaft en la que el individuo no tiene derechos sino sólo deberes.”, escribió Friedrich Hayek en The Road to Serfdom.

La discriminación, la persecución y la violencia son ejercidas, sin excepción, por quienes consideran que el Estado, la nación o la facción ejercen supremacía moral sobre el individuo y por quienes suplican al burócrata de turno que los proteja. Sin embargo, conviene recordar que un gobierno presuntamente paternalista es, siempre, un Estado necesariamente policial.

Digno de un régimen que se celebra a sí mismo al no encontrar oposiciones vigorosas sino, más bien, cobardías y comodidades

Aunque la alianza entre demagogos y mistagogos no es novedad, su intensidad se mantuvo relativamente estable y predecible en los últimos cien años. Sin embargo, desde la irrupción masiva de redes y plataformas, la corrosión global es cada vez más notoria. Al igual que The Blob, la mancha voraz, la herrumbre avanza a velocidad nunca antes experimentada.

Si investidura significa toma de posesión de cargos y dignidades, la mancillada ceremonia del 16 de noviembre ha pasado a la historia como exactamente lo contrario: embestidura, atropello indigno o, en todo caso, digno de un régimen que se celebra a sí mismo al no encontrar oposiciones vigorosas sino, más bien, cobardías y comodidades.

Tal como se lo conoce, el sistema democrático ha perdido hasta la última molécula de legitimidad. La transición a lo desconocido será a través de fuertes turbulencias. El ausentismo electoral, un fenómeno que comenzó a acelerarse después del confinamiento planetario, es una de las señales que anticipan violencia y desintegración si las elites burocráticas no renuncian a privilegios, impunidades e inmunidades.

La coronación del procés -el proceso siempre trasciende al individuo, mero accidente biológico en la lógica colectivista- es desenlace y proemio de una nueva era para la cual todas las experiencias pasadas resultan inservibles como referencia.

“Que un hombre de los suburbios, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, llegue a ser capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible”, hubiese exclamado Jorge Luis Borges horrorizado por la vulgaridad y el mal gusto de los protagonistas del espectáculo guiñolesco.

La izquierda, en el sentido más nocturno y más francés de la palabra, golpea y noquea a España y a sus instituciones.

¿Esperanza? “La esperanza es un señuelo diseñado para evitar que aceptemos la realidad”, recuerda la implacable Violet Crawley.

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