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Opinión

Cuarenta años de dolor

El VIH produjo un movimiento planetario de solidaridad y de responsabilidad, un esfuerzo mundial como no se había producido en siglos

El lazo de apoyo a la lucha contra el sida

En España, el primer caso se detectó en octubre de 1981, se acaban de cumplir cuarenta años. Pero nadie sabía lo que era. Aquel señor de 35 años ingresó en el hospital Vall d’Hebron, de Barcelona, con unos síntomas muy extraños. Padecía sarcoma de Kaposi, un raro cáncer de piel. Estaba en los huesos. Fiebre muy alta. Un tremendo dolor de cabeza. Neumonía. Toxoplasmosis, una enfermedad parasitaria que se solía asociar a los gatos. Encontraron en su cráneo una “masa” de tres centímetros de diámetro. Tampoco sabía nadie lo que era. Le operaron para extirpárselo, pero el pobre hombre murió a los cuatro días. Aquello no tuvo la menor repercusión, no se enteró nadie. Alguien dijo que en Estados Unidos se estaban dando, desde el verano, algunos casos que se parecían. Pero nadie sabía nada.

Tuvieron que pasar casi tres años hasta que dos científicos franceses (Barré-Sinoussi y Montaigner) lograron aislar el virus que destruía el sistema inmune de las personas que se contagiaban, lo cual explicaba por fin la enorme cantidad de enfermedades distintas e inconexas que contraían los pacientes. Y pasaron dos años más (1986) hasta que aquel virus terrible recibió por fin su nombre: Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH). Y la enfermedad se llamó síndrome de la inmunodeficiencia adquirida. Era el sida.

Las muertes se multiplicaban exponencialmente, pero lo peor fue el pánico. Al principio nadie sabía cómo se contagiaba aquella calamidad, pero era un hecho llamativo un número importante de enfermos, muchísimos de los cuales morían, fuesen homosexuales que tenían sexo alegre y despreocupadamente. No tardó en saberse que también se infectaban, por cientos, por miles, personas que recibían transfusiones de sangre en los hospitales, toxicómanos que compartían jeringuillas, prostitutas y clientes de prostitutas, inmigrantes haitianos, mujeres embarazadas que contagiaban a sus fetos. Muchísima gente de muchísimos grupos distintos.

Ahí la Iglesia católica se encontró con un problema, porque ellos estaban –están– en contra de todo método “no natural” de control de la natalidad

Pero a los fanáticos religiosos de varias confesiones les faltó tiempo para señalar, con su dedo acusador, a los gays. Se dijeron cosas terroríficas. Los movimientos cristianos evangélicos, que ya entonces avanzaban imparables en Latinoamérica, no tardaron en hablar de un “castigo divino” contra aquellos réprobos. Cuando se descubrió (esto fue pronto) que una de las formas más letales de la propagación del virus era la transmisión sexual, empezó a acabarse el sexo alegre y despreocupado y aparecieron por todas partes los preservativos. Ahí la Iglesia católica se encontró con un problema, porque ellos estaban –están– en contra de todo método “no natural” de control de la natalidad, y el más difundido del mundo era el famoso condón.

Lo que hicieron fue espantoso. En una cena, yo oí a un viejo cardenal latinoamericano, de cuyo nombre prefiero no acordarme, decir que el uso del preservativo contribuía a la propagación del sida. En serio. No que lo evitaba, no; que lo propagaba. Aquel desalmado, que tenía un “secretario” guapísimo (un curita filipino de veintipocos años que lo miraba con arrobo; antes había tenido otros “secretarios” parecidos), murió hace algunos años sin que nadie le sentase en un banquillo, porque es imposible saber cuántas vidas segó aquella espantosa mentira. No fue el único que lo dijo y que lo repitió. El propio Joseph Ratzinger, papa Benedicto XVI, dijo algo muy parecido en África, en 2009, aunque con sutiles matices que no matizaban nada. En África, donde la mortandad por el sida hizo que cambiasen hasta las curvas demográficas.

En el islam se discrimina ferozmente no ya a los homosexuales (aunque sea con la boca pequeña) sino a los enfermos de sida o a los portadores del VIH

Hoy es el día en que en el islam se discrimina ferozmente no ya a los homosexuales (aunque sea con la boca pequeña) sino a los enfermos de sida o a los portadores del VIH, que no es lo mismo una cosa que otra. Aunque se hayan contagiado por una transfusión sanguínea. Les da igual. La espeluznante patraña del “castigo divino” sigue vigente hoy en muchos lugares del mundo. También la estigmatización y la discriminación. El mundo no veía nada parecido, de estas dimensiones, desde el siglo XIV, cuando los clérigos clamaron que la peste negra era una decisión de Dios (y no de las pulgas, que eran las que la transmitían) y empezaron a matar gente. Eso es lo que pasa cuando se toma el nombre de Dios en vano. Cuando se le hace responsable de enfermedades o desastres naturales. Cuando los clérigos, sean los que sean, utilizan perversamente a Dios para alimentar sus propias obsesiones, aterrorizar a la gente y consolidar su poder. No es nada nuevo en la historia. Pero es espantoso.

Los líderes y los movimientos (casi siempre religiosos) que continuaron con su invocación al terror y al apocalipsis acabaron desacreditándose a sí mismos

Hoy sabemos que el VIH procede, resumiendo mucho, de la transmisión de un virus de los chimpancés a los humanos. Que eso se produjo hace más de cien años. Y que, igual que pasa con la covid-19 o con la peste de 1347, nadie tiene la culpa. Pero hemos sufrido mucho, muchísimo. Prefiero no recordar los años terribles en que a mi pareja de entonces, Do, le atiborraban de medicamentos como el AZT, que no servían para nada pero que lo mantenían en un puro agotamiento. Murió hace 27 años, el día de la Lotería se cumplen. Llevo 17 entierros por ese bicho desalmado. Pero el virus ha segado, a día de hoy, 40 millones de vidas en todo el planeta. Lo sigue haciendo en los países más pobres, sobre todo en África. El espanto duró hasta que aparecieron los antirretrovirales y el mundo empezó, por fin, a ver la luz. El mundo entero. No los gays ni los toxicómanos ni la gente que necesitaba transfusiones ni los pobres haitianos. Todo el mundo. Porque todos estábamos amenazados, como pasa ahora otra vez.

El VIH produjo un movimiento planetario de solidaridad y de responsabilidad, un esfuerzo mundial como no se había producido en siglos. Fueron muy pocos los países que se negaron a aceptar la realidad y que no ayudaron. Pronto quedó claro que la lucha contra el VIH no tenía que ver con ideologías políticas de ninguna especie. Los líderes y los movimientos (casi siempre religiosos) que continuaron con su invocación al terror y al apocalipsis acabaron desacreditándose a sí mismos ante millones y millones de personas que, por lo menos, tenían ojos en la cara.

Ahora, cuarenta años después de que comenzase aquel horror, y con motivo del Día Mundial contra el Sida (1 de diciembre), el Congreso de los Diputados ha intentado hacer una declaración institucional sobre todo esto. No ha sido posible. Tenía que ser por unanimidad y el partido de la extrema derecha, Vox, se ha negado.

Yo no puedo entenderlo. Me resulta imposible. Se podrían decir muchas cosas sobre lo que ha hecho esa gente, pero hay una palabra que las resume todas: asco. No se me ocurre nada más, lo siento.

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