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Opinión

Cómo acabar de una vez por todas con el voto energúmeno

Urna electoral

Los votantes españoles no habrían podido entender que se aliaran los partidos constitucionalistas moderados ―si es que esta etiqueta aún quiere decir algo― para formar un gobierno estable. Los votantes españoles no lo habrían podido entender porque el voto no es aquí un préstamo de confianza gestora, sino un grito de militancia tribal. Ellos han votado, como suelen, con el odio en ristre, y solo faltaba que esta vez hubieran hecho esa componenda y terminaran queriéndose.

Los votantes españoles han ofrecido un panorama político que responde a impulsos atávicos e irracionales, jaleados servilmente por una politiquería que da carne ya a la degeneración demagógica de una democracia. La gente digna que quede, la que de verdad considere que este sistema merece mantenerse porque es garantía aproximada de libertad y bienestar, ha de tomar partido hasta mancharse. Ha de hacer lo posible para que el propio sistema se libre de políticos que, activamente o de forma acomodaticia, propician su extinción, así como de votantes sin mayor criterio que la entraña, la ignorancia y la juerga de la catástrofe.

La irresponsabilidad de tantos votantes, acomodados y antojadizos, es uno de los graves peligros que debe afrontar la democracia española. Pero atajar a los energúmenos votantes se hace cada vez más difícil, porque son prácticamente intercambiables con una clase política energúmena ya en su mayor parte. Lo bordó aquel Zapatero cuando dijo que, si él había llegado a presidente, podría entonces hacerlo cualquiera. Esa retroalimentación votante/político es la esencia de esta demagogia, en la que gente sin sustento intelectual agiganta los problemas para aprestarse de inmediato a resolverlos con consignas facilonas y vacuas.

El cuerpo se pone jotero cuando se ve que por fin las cosas van a cambiar, aunque sea para hundirse

A nadie en campaña se le ha oído decir que España es un país rico, con una población que en un porcentaje muy alto vive con comodidad y sosiego. Nadie ha dicho que las cosas, tras cuarenta años de democracia, funcionan bien y que, como todo, merecen solo ajustes y reformas que las hagan mejorar. Eso es aburrido y soso. Los políticos, que están a la altura del votante, solo ven desgracia y desastre, lo que justifica sus gritos, sus arengas y sus consignas para arreglarlo todo en cuatro días, como hace un cualquiera en la barra de un bar. El cuerpo se pone jotero cuando se ve que por fin las cosas van a cambiar, aunque sea para hundirse. Un catedrático de Universidad señalaba en un pasillo la foto de la buena nueva, la foto del abrazo, y añadía sonriendo que por fin llegaba la esperanza. Se ve que sentido común y academia van camino de terminar en oxímoron. Pero es solo un ejemplo de votante fetén, que ilustra bien esa igualación de energúmenos con libros y energúmenos con votos.

Se duda ya de si queda alguien cuerdo en los partidos para frenar la imposición definitiva de la demagogia, que los antiguos consideraban antesala inmediata de la dictadura. Esa es la esperanza única: una reacción que afiance la democracia con medidas constitucionales firmes y justas. La primera y más inmediata es, como los políticos constitucionales saben pero callan, la reforma de la ley electoral. Toda esa concurrencia en un Parlamento nacional de partidillos antisistema, supremacistas, terroristas, identitarios, regionalistas, independentistas y nacionalistas es una anomalía democrática que un Estado serio no puede permitirse. Y todos ellos, a lo sumo, deberían solo tener representación en otra Cámara, el Senado o la que fuese.

Distrito único

De ahí la necesidad perentoria de cambiar la forma de elección, para que el voto de 1.662.063 catalanes irresponsables y xenófobos (por no alargar la cuenta a otras excrecencias) no se reproduzca en 23 escaños, o para que los votos del 1,57% del censo electoral no puedan dar siete asientos al PNV o cinco a Bildu el 1,15%. Bastaría con algunos ajustes: que solo pueda tener representación parlamentaria quien obtenga al menos un 5% del voto nacional; que los diputados no representen provincias, sino el Estado en su conjunto, de forma que haya un distrito único en que todos los elegidos lo sean por idéntico número de votos; que se establezca un sistema de segunda vuelta, como en Francia, por ejemplo, en la que solo compitan los dos partidos más votados. Se acabó la ingobernabilidad.

El problema es que los políticos que representan a los partidos que se dicen constitucionalistas quieren seguir como están porque cuando proponen medidas racionales consideran que se alejan del pueblo y sus votantes, instalados en un perpetuo vaivén sentimental. Si esto no termina bien, los políticos que han podido frenar el desastre, es decir, los políticos de los partidos mayoritarios, serán los máximos responsables. Del pueblo ya mejor no hablar.

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