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Opinión

Amor mundi

El peligro mayor no es el consumismo sino las tribus identitarias que hoy invaden todos los espacios culturales, otro producto importado de América

Cataluña
Turistas paseando frente a la Sagrada Familia de Barcelona / Europa Press

Hay hoy en Europa un tipo de turista hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones sobre la ciudad que visita y que, por lo mismo, es idéntico en todas partes. A él se debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va tomando el turismo de masas, y con éste, las ciudades de nuestro viejo continente. Europa ha dejado de creer en su vocación de guiar al hombre hacia el cumplimiento de su esencia, hace un siglo Ortega ya hablaba de este hombre que “más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meres idola fori; carece de un dentro, de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa”.

Bajo su potencial consumista y destructivo, puede detectarse una fuerza que dirige la tentación de muchos hacia una ilusión de ser cualquier cosa y renegar de su cultura. Europa, cuna de la civilización, hoy se contrae por su sentimiento de culpabilidad. Lo políticamente correcto, con la magnitud que ha adquirido, hace casi inaceptable gran parte de la cultura occidental. Es éste el espíritu que hoy recorre nuestras ciudades. Ahora que la cultura europea está en venta y al alcance de todos los bolsillos, la avalancha humana ya no encuentra ningún obstáculo en su camino. Las ciudades más bonitas de Europa hoy parecen un parque temático, todos queremos visitar Praga o navegar en Venecia antes de que se inunde. Fui hace unos años y me dio la sensación de los chinos acabarán comprando la ciudad con sus góndolas, y no habrá apocalipsis climático ni choque de civilizaciones.

Pensaba que la representación perfecta de nuestra tumba era un teatro en la Gran Vía convertido en un McDonald’s. Me equivoqué

Las expresiones culturales y las grandes aspiraciones de ayer nos recuerdan que nuestros sueños eran grandes. Ahora todos los espacios del centro de nuestras ciudades milenarias están explotados al máximo para poder ser consumidos. Es una necesidad imperiosa de producir cosas y consumir compulsivamente la que ha sustituido a la plenitud espiritual de Europa que describía Ruskin, gran critico del socialismo y que escribió con desdén sobre la igualdad y los valores materialistas a los que se aferraban sus partidarios. Bordeando el sentimentalismo, me aferro a Ruskin como un elaborado ejercicio de duelo por el ocaso de la bella Europa. Pensaba que la representación perfecta de nuestra tumba era un teatro en la Gran Vía convertido en un McDonald’s. Me equivoqué. El peligro mayor no es el consumismo sino las tribus identitarias que hoy invaden todos los espacios culturales, otro producto importado de América, mucho más invasor porque no busca habilitar y ocupar los viejos andamiajes, sino derribarlos.

Los restos de la cuna de la civilización occidental representan el ojo del hombre libre frente al ojo del dogmatismo woke

Contemplando la lenta muerta de una civilización por la que nadie llora, no sospechamos que la creación de Europa es superior a sus obras. La idea de que la cultura es un conjunto de obras, libros y monumentos es una idea infantil, o al menos así lo consideraba Jean Dubuffet. La cultura occidental implica una forma de ser y pensar que permite incluir diferentes perspectivas, diferentes visiones e integrarlas en un marco de pensamiento. Los restos de la cuna de la civilización occidental representan el ojo del hombre libre frente al ojo del dogmatismo woke. Lo mas valioso del arte y la cultura solo se encuentra al superar ese ojo juicioso, moralista. Para Dubuffet, la creación artística solo puede tener una función antisocial, o al menos, asocial. Decía que la cultura no tienen nada que ver con la moral, y que el arte es minoritario e íntimo o es otra cosa.

Es así como el nuevo espíritu de los tiempos, el moralismo y la pretenciosidad, el "deseo de aparentar ser”, acaba con el concepto de la cultura. “Lo perecedero nos reclama y tiene necesidad de nosotros”, decía Rainer María Rilke. La cultura cede su sitio y es destronada por su homónima. El arte ha dejado de ser íntimo, subjetivo, cambiante y orientado contra la opresiva estructura del poder y la moral asfixiante. Ahora vivimos una parodia de la catarsis, y también parodia de la verdadera conciencia estética. En la cultura de mal gusto e infantiloide del “hombre woke” (wokemen) el arte se debe acercar a la idea de lo correcto y permanece distante y despreocupado de la verdad. El arte debe tener una función moral y contribuir a construir un hombre nuevo, un idola fori o caparazón de hombre sin pasado ni sustancia. Este hombre solo se ocupa de la aplicación de la idea del bien social, el moralismo, lo políticamente correcto en la cultura.

Mujeres empoderadas con bigote

Leo que ahora la nueva tendencia de belleza en las mujeres es dejarse bigote. No siento repulsión, solo lástima de que el moralismo haya ganado la batalla a lo estético, al ideal de belleza femenino. Las calles están invadidas por mujeres que se parecen, ahora por fin podrán diferenciarse las mujeres “desviadas” o fallidas de las nuevas mujeres empoderadas con bigote. Me preocupa la creciente inhabitabilidad de una Europa regida por estos valores, y mi plan vacacional me inspira de repente una ráfaga de amor mundi, amor por ese mundo que se acaba. Pienso que incluso puede que acabe volviendo a Venecia a visitar a los turistas chinos, después iré contemplar la fachada carbonizada de la catedral de Notre Dame en París y acabaré el tour en ese McDonald’s que alberga un palacio de Budapest donde experimenté por primera vez nuestra destrucción en directo.

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