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Opinión

La debacle afgana

Biden no cree en la variante de la diplomacia fuerte, se decanta más por la de tipo europeo, o sea, no hacer nada y luego lamentarlo con lágrimas de cocodrilo

Biden resalta la evacuación de Afganistán y la tilda de histórica
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, durante una comparecencia. EFE

Joe Biden le dijo esta semana al mundo que no se arrepiente de su decisión de salir corriendo de Afganistán, incluso de la forma caótica, apresurada e incompetente en que se ejecutó la retirada. Sigue creyendo que irse es la mejor por no decir la única opción y que todo lo demás, es decir, la rendición en sí misma o el hecho de entregar el país a una banda yihadista cuya relación con China mejora por momentos, es la mejor posible. No tengo yo muy claro que el mundo lo vea de la misma manera, ni siquiera sus compatriotas.

Biden se niega a aceptar su responsabilidad por la retirada fallida mientras culpa a otros, especialmente a Donald Trump, que firmó un acuerdo de paz con los talibanes en septiembre del año pasado y que, según Biden, le ata de pies y manos. Eso no es cierto. Ha tenido siete meses para anular un tratado que ya había violado la parte talibán, o para modificarlo retrasando más el repliegue dejando de paso una presencia militar pequeña pero suficiente en las principales ciudades del país. Aparte de Trump, ninguno de sus antecesores en el cargo se ha librado del dedo acusador. Ha señalado a George Bush y a Barack Obama, su antiguo jefe. A uno por meterse en Afganistán, al otro por no salir a tiempo. Los militares afganos se han llevado su parte de culpa por no luchar con gallardía por su propio país y sus líderes por huir el domingo pasado. Sólo le ha faltado culpar a los afganos de a pie por ayudar a los aliados y no obligarles a marcharse antes. Miento, deslizó también esa idea en su comparecencia ante los medios. Sugirió que los afganos debieron exigir la retirada total mucho antes.

El único grupo al que no ha culpado de nada ha sido a los talibanes, una banda de fanáticos religiosos muy violentos y que hace sólo veinte años protegían y acogían a Osama bin Laden y a toda la cúpula de Al Qaeda, una organización terrorista que sigue existiendo y que ha participado de un modo u otro en todos los conflictos de Oriente Medio desde los años 90. Eso, por no hablar de los atentados terroristas que ha organizado o patrocinado en Occidente como los del 11 de septiembre de 2001. De alguien así, con ese espíritu homicida, sólo se puede esperar que vengan a por más y que sigan acogiendo y entrenando terroristas. Pero esos no, esos no tienen la culpa de nada.

Lo que si ha hecho Biden es una breve referencia, algo muy superficial y sin bajar a los detalles de las horribles escenas que hemos presenciado en Afganistán estas últimas semanas, en Kabul estos días y, especialmente, en su aeropuerto. Aunque, eso sí, lo ha hecho sin entrar en los errores que las ocasionaron. Se ha limitado a constatar el hecho como si fuese el presentador de la CNN y eso no fuera con él. Las dramáticas escenas del aeropuerto nos las hubiéramos ahorrado si Estados Unidos no hubiera renunciado a la base aérea de Bagram, que abandonó en julio, y que ahora está controlada por los talibanes. Sólo con esa precaución tan elemental ahora no tendría que ir con la lengua fuera para controlar el aeropuerto comercial de Kabul.

Todos los que tenemos edad de recordar, recordamos las imágenes de aquellos oficinistas arrojándose al vacío desde las plantas altas de las Torres Gemelas de Nueva York

Las terroríficas escenas del aeropuerto, con afganos colgados del tren de aterrizaje de un reactor militar estadounidense cayendo desde el aire son las imágenes definitivas de esta debacle. La historia es siempre tornadiza. Todos los que tenemos edad de recordar, recordamos las imágenes de aquellos oficinistas arrojándose al vacío desde las plantas altas de las Torres Gemelas de Nueva York. Lo que vimos el otro día en los cielos del aeropuerto de Kabul no es más que un eco de aquello en el país en el que se habían planeado los atentados. Todo a menos de un mes del vigésimo aniversario de esos mismos atentados.

Para evitar asumir la responsabilidad de semejante desastre, Biden está jugando con el sentimiento de sus compatriotas, cansados ​​ya de las misiones militares en el extranjero de las dos últimas décadas. Es un recurso muy hábil decir a las madres estadounidenses que no tiene mucho sentido enviar a sus hijos a arriesgar su vida en la guerra civil de un país extranjero. Y no, no lo tiene. Pero es que Estados Unidos y sus aliados no fueron a Afganistán a intervenir en una simple guerra civil. Los ejércitos de la OTAN no han pasado veinte años en un lugar tan remoto gastando billones de dólares y repatriando cadáveres para construir una nación desde cero, reparar carreteras o para que las mujeres afganas puedan ir a la universidad. La misión no era esa. La misión era evitar que el país volviera a convertirse en un santuario para terroristas islámicos. La construcción nacional en Afganistán no era un fin, era un medio para hacer viable una república afgana medianamente democrática. A partir de ahora si de algo podemos estar seguros es de que la victoria de los talibanes atraerá a miles de yihadistas de todo el mundo que apuntarán a Occidente para hacer su guerra santa.

En la órbita china

Para que no se le echen encima, Biden asegura que mantendrá la capacidad de lucha antiterrorista, que seguirán monitorizando Afganistán e intervendrán cuando lo crean necesario para, por ejemplo, destruir campos de entrenamiento desde el aire. Pero eso será mucho más difícil hacerlo desde Qatar que desde Kabul. Asume un riesgo innecesario tal y como sabe cualquier experto en inteligencia. Afganistán desde ya mismo pasa a la órbita de China, con quien comparte una pequeña frontera en el corredor de Waján al este del país. No es casual que el Gobierno chino fuese el primero en reconocer al nuevo emirato talibán tan pronto como entraban sus milicianos en el palacio presidencial.

Biden lo ha presentado como una elección entre quedarse o marcharse, es decir, entre enviar de nuevo cientos de miles de efectivos al país o retirarse totalmente

Fue un error garrafal anunciar la retirada total sin haberlo consultado anteriormente de forma exhaustiva con los aliados de la OTAN y con el propio Gobierno afgano. También fue un error comenzar una retirada precipitada al principio de la temporada de guerra en Afganistán en lugar de al final, cuando el invierno por sí solo habría ayudado a retrasar el avance talibán. Pero el mayor error de todos ha sido plantear este asunto con una falsa disyuntiva. Biden lo ha presentado como una elección entre quedarse o marcharse, es decir, entre enviar de nuevo cientos de miles de efectivos al país o retirarse totalmente. Había opciones intermedias, podría haber mantenido un contingente no muy numeroso pero entrenado y bien pertrechado de medios aéreos como para que los talibanes se lo pensasen.

Este año Estados Unidos contaba sobre el terreno con unos 3.000 efectivos. No es mucho, pero con eso bastó para que la ofensiva talibán no se produjese hasta que la Casa Blanca anunció formalmente la retirada definitiva para antes del 31 de agosto. Fue en ese momento cuando el ejército y la policía afganas comenzaron a desmoronarse. Con ese apoyo pequeño pero decisivo las fuerzas armadas afganas se hubiesen sentido arropadas y dispuestas a arriesgar sabiendo que tenían a alguien detrás, alguien con músculo y reservas. En el último año, con una presencia mínima, pero con la base de Bagram en la mano el ejército estadounidense no ha tenido que lamentar una sola víctima mortal. De haber mantenido ese dispositivo los talibanes seguirían sentados en la mesa de negociaciones. La diplomacia de los cañoneros siempre ha funcionado, esta vez no iba a ser diferente.

Pero Biden no cree en esta variante de diplomacia fuerte, se decanta más por la de tipo europeo, consistente en no hacer nada y luego lamentarlo con lágrimas de cocodrilo. Sus intenciones de seguir apoyando al pueblo afgano y defender los derechos humanos y a las mujeres del país no son más que la típica tontería genuinamente progresista. Los talibanes han vuelto a pulverizar los derechos humanos en Afganistán por la vía de los hechos y la comunidad internacional no hará nada para detenerlo porque no tiene ya medios para hacerlo. Las palabras de “apoyo” de Biden serán un frío consuelo cuando los talibanes llamen a las puertas de las mujeres que trabajaron para el Gobierno de Ghani y los organismos internacionales.

Ahora sí que estará bien unido, pero en el baño de sangre que se intuye tan pronto como la última televisión occidental salga del país

Como estratega Biden no vale demasiado. Se equivocó en el modo en el que abordó la cuestión afgana nada más llegar al poder. Hace poco más de un mes, cuando ya había comenzado la campaña talibán y le preguntaron por ella, declaró que el ejército afgano estaba bien entrenado y armado y que se impondría sin problemas a los milicianos. Tras ello remató con mucha arrogancia que en ningún momento de su historia Afganistán ha sido un país unido. No es verdad, Afganistán es un emirato unido desde hace dos siglos y unido luchó contra persas, rusos y británicos en el siglo XIX.

De cualquier modo, ahora sí que estará bien unido, pero en el baño de sangre que se intuye tan pronto como la última televisión occidental salga del país. Los talibanes, una milicia fundamentalista de etnia pastún, inaugurarán un reinado de terror al tiempo que subyugan a las minorías como los hazaras o los tayikos. Es muy posible que esto degenere en una guerra civil con la reaparición de los señores de la guerra que marcaron la historia de Afganistán entre la salida de los soviéticos y la llegada de los talibanes al poder en el 96. Esta vez los talibanes no se encuentran un país devastado y dividido. Controlan las principales ciudades, cuentan con nuevas infraestructuras como carreteras asfaltadas, puentes y bases militares equipadas con material bélico moderno. Dispondrán de una ventaja capital que emplearán para adueñarse por completo del país. El resto es una incógnita.

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