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Opinión

Maradona, la mascota en el mundial de la posverdad

Maradona, esta semana en el partido de la selección argentina contra Nigeria.

En el mundial de la posverdad, Maradona es la única revelación. La mascota por derecho. Una atracción atada al palo de su leyenda menguante. El Diego Armando que se mostró en el partido de la selección argentina contra Nigeria era un Baco de tetrabrik. Un ser con el abdomen desparramado, los ojos del que aspira en exceso la sustancia de su propio ego y el gesto del que ha dilapidado el Olimpo de aquel campeonato del 86 que lo convirtió en Dios. La tragedia argentina, a lo Menem o lo Kirchner: una cosa malograda en farsa. El Boquita de Caparrós antes del estropicio. El final del siglo XX acabó con todo, incluyendo al Pelusa.

En una copa del mundo donde Vladimir Putin blanquea su autoritarismo y se rompe la máxima de Gary Lineker según la cual el fútbol es un juego de once contra once donde siempre gana Alemania, a Maradona sólo le queda disputarle el puesto a Zavibaka. Sí, el cuadrúpedo ése con gafas de sol que oficia de mascota. Eso es a lo que aspira Maradona: pelearse por la botella medio vacía, mientras la selección que él llevó a los infiernos en Sudáfrica decide, una vez más, suicidarse… aunque sea de a poquito. De eso va este asunto: un mal de amor que no prescribe. La sequía mundialista de la albiceleste abrasa a los argentinos como la inflación a sus bolsillos. Ni el pan que le daba Chávez a Cristina ni el circo bolivariano para la soledad del Pelusa. Tiempos de vacas que alguna vez fueron sagradas y ahora van al matadero del Fondo Monetario Internacional.   

Tenía los ojos del que aspira la sustancia de su propio ego y el gesto del que ha dilapidado el Olimpo de aquel mundial que lo convirtió en Dios

Aunque se resistió al Berlusconi del Milán cuando jugaba en el Nápoles, a Maradona le pueden los dictadores. Se le dan bien. Los entretiene. Se deja pasar la mano por el lomo del pibe de Las Siete Canchitas. Ese crédito al amor propio que extienden los poderosos a los apaleados. La nana del ocaso para aquel quinto hijo y primer varón que llegó al mundo en el Policlínico Evita Perón y jugaba al fútbol en las calles de tierra del sur de Buenos Aires. Alguien que terminó enterrado en la miseria de la que nunca salió. El petiso de los potreros de Firorito no se resiste al cheque en blanco. Ocurrió con Fidel Castro primero. Con Hugo Chávez después. Y ya, como colofón, con Nicolás Maduro, a quien fue a cerrarle la campaña electoral con un baile de nalgas prietas. Dios quiera que Maradona no le pida a Putin que lo enseñe, mirá ché, a montar a horcajadas un oso pardo.

Como a los autócratas por los que ha perdido la cabeza, Maradona prefiere arrasar la tierra en la que no reina. Lo hizo como seleccionador, en aquel mundial de Sudáfrica, echándole en la nuca a Messi el aliento del resentido, del que no quiere ceder el trono al muchacho aventajado. Así que cual Saturno a sus hijos, Maradona decidió zamparse a la pulga, aunque esta vez como milanesa. Maradona manda donde Messi no puede, en la Argentina, ese territorio que deviene en hiperbólico, que se -hace todo él- Bombonera, y al que a veces le da por hablar en lunfardo cuando de fútbol se trata. Un episodio perpetuo y sin duda hermoso al que Maradona le imprimió los dedazos de sus propios reconcomios.

Maradona reparte garrote con el báculo de una iglesia sin milagros y se ciñe la peineta en la melena del Sansón que alguna vez fue

La dignidad de Maradona da para restregar la melancolía en el altar aquel del bar de Piazetta Nilo de Nápoles en el que se exhibe, como al santísimo, un mechón de cabello suyo dentro de una cajetilla de tabaco. Ya se lo dijo el de Camas: el Messi al que intenta devorar será siempre mejor que él. ¿Estará Kusturica por la labor de hacerle una segunda película a los despojos del Pibe de oro bañado de rodio? Sin grapas en el estómago de su propia vergüenza, Dios se reveló redondo. Sí, como el título aquel que dedicó Juan Villoro a uno de los mejores libros que sobre fútbol se hayan escrito en los últimos años. Por eso, en lugar de ceder el cetro, Maradona reparte garrote con el báculo de una iglesia sin milagros y se ciñe la peineta en la melena del Sansón que alguna vez fue. Sirva esta Polaroid al Pelusa de segunda mortaja. Ya tiene una, es verdad... pero no le cubre la tripa.

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