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Opinión

“A mí me llamas señor presidente o señor”

“A mí me llamas señor presidente”, dijo el francés la chico que le espetó '¿Qué pasa, Manu?'.

Pudo ser la fotografía de un hombre cobarde desairando a los suyos, el retrato de una familia que busca la mejor forma de destruirse  o el gesto de un tirano que accede a desenjaular a los hijos de los invasores como muestra de su infinita generosidad. Hubo tantos momentos retratables en una semana que pareció durar apenas segundos, aunque en ella transcurriese el día más largo del año. Hubo tantos, pero tantos. Una instantánea, sin embargo, se impuso por encima del resto. Un episodio de compostura en la merienda de las concesiones y que le valió no pocas críticas a su protagonista.

Ocurrió el lunes, en la ceremonia del 78º aniversario del inicio de la Resistencia francesa durante la ocupación de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. El presidente Emmanuel Macron se paseaba entre los asistentes al acto. Lo separaba de la gente una barrera de seguridad por la que él avanzaba dando la mano, uno a uno, a quienes esperaban del otro lado para saludarlo. Un adolescente de melena castaña y rostro efebo comenzó a tararear La Internacional a medida que se aproximaba el presidente. Una vez que lo tuvo enfrente no dudó un instante y soltó, al fin, lo que parecía llevar ensayando un rato: “¿Qué pasa, Manu?”, dijo el chico a Macron. Lo hizo gustándose, al tiempo que empujaba la mandíbula hacia arriba y sonreía, reproduciendo al pie de la letra el ejercicio primero del manual Cómo convertirse en el macarra de la clase en cinco lecciones. El regocijo le duró bastante poco.

La prensa aseguró que el chico llevaba días sin salir de su habitación. ¿Normal, no? La conciencia de la propia estupidez trae aparejada la vergüenza, una modalidad de aprendizaje de baja intensidad

"A mí me llamas señor presidente de la República o señor”, respondió Macron en el acto. Ya puestos en el asunto de la mocedad, el mandatario más joven de Francia desde Napoleón competía en lozanía con el levantisco estudiante, hasta el punto de parecer más su hermano mayor que el jefe del Estado. Pero el asunto no quedó ahí, la reprimenda fue a más: “Estás en una ceremonia oficial, así que te comportas como debe ser. Puedes hacer el imbécil pero hoy hay que cantar La Marsellesa y el Canto de los Partisanos". El gesto de complacencia del chico terminó por desinflársele hasta borrar por completo la insolencia de su rostro. “Y haces las cosas en orden. El día que quieras hacer la revolución aprende primero a tener un diploma y a alimentarte por ti mismo, ¿de acuerdo? Entonces ya podrás ir a dar lecciones a los demás”, terminó Macron. “Sí, señor presidente”, dijo el mancebo, que ya a esas alturas tenía la cara de los que quieren ir a llamar a mamá.

El gesto de Macron fue criticado. Muchos encontraron más marketing que autoritas, entre otras cosas porque fue el propio presidente francés quien compartió el vídeo de lo sucedido en su cuenta de Twitter. Otros osaron decir que Macron había poco menos que traumatizado al adolescente. La prensa aseguró que el chico llevaba días sin salir de su habitación. ¿Normal, no? La conciencia de la propia estupidez trae aparejada la vergüenza, una modalidad de aprendizaje de baja intensidad. Ese efecto que surtían las bofetadas cuando aún se podían dar -sí, hubo una época en que se recibían- como terapia de choque para combatir la necedad, la ñoñez y los malos modos.

Desactivar la hermenéutica del cuñadismo y la mala educación parece tan sensato como propinar una sanción al que come con las manos. Educar es también eso

No es la primera vez que el político francés contesta y encara a quienes lo desafían en público, con una diferencia: esta vez no se trataba de un grupo de jubilados ni agricultores. No era gente adulta. Se trataba de un chico, alguien en edad de formación y aún reversible en la zafiedad. Llamado por muchos un “populista de centro”, Macron se ha propuesto recuperar  los valores de una Francia modélica. De ahí que al airear el asunto con el jovencito subrayara el respeto, condición mínima en cualquier sociedad más o menos ilustrada y civilizada. Si alguien se hubiese tomado la molestia de hacer eso con Gabriel Rufián, el político de Esquerra hasta habría podido aspirar a algo más que el  género de 'stand-up chusco' al que es tan aficionado. Vamos, un ejercicio del curso avanzado Cómo convertirse en el macarra de la clase, pero en el Parlamento y patrocinado con el dinero de los ciudadanos. Desactivar la hermenéutica del cuñadismo y la mala educación parece tan sensato como propinar una sanción al que come con las manos. Educar es también eso: prevenir la imbecilidad cuando aún es posible. De nada sirve intentarlo ya cuando el desgobierno se ha hecho costumbre.

A Macron le reprochan su tono aristocrático y sus modales elitistas. Afean su juventud y su formación, así como su aspecto de banquero relamido y empollón. Sin embargo, y aunque haya que admitir que Macron se gusta a sí mismo en este episodio pedagógico, ¿qué de malo tiene que alguien predique, así sea por asuntos demoscópicos, la más elemental de las composturas? Porque cuando alguien roba cremas, evade impuestos y paga o cobra en sobres, e incluso cuando un hombre cobarde deja tirados a los suyos, una familia (aunque sea política) se despelleja a navajazos y un sujeto trata a sus semejantes como animales, allí también hay irrespeto, sólo que en versiones más devastadoras y por supuesto irreversibles.

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