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Opinión

Un Junqueras en el salón de casa

La obra de Santiago Sierra, en ARCO.

Jed Martin vive la plenitud de su carrera. Lo que comenzó como una serie de retratos a hombres y mujeres que trabajan en oficios manuales, terminó consagrándolo en el mercado del arte, ese sistema en el que la verdad y lo verdadero se engulle como un canapé en un vernissage . A pesar de su éxito, un profundo y ronco hastío marca la vida de Martin, hasta que ocurre un asesinato terrible, el del autor de la novela. El bienestar y el embotamiento, el fin de ciclo y la decadencia, eran los temas que Michel Houellebecq iluminó en El mapa y el territorio, aquella novela con la ganó el Premio Goncourt en 2010 y que viene a la cabeza de más de uno tras la retirada de la obra de Santiago Sierra, Presos políticos de la España contemporánea, de la Feria ARCO.

¿Qué tienen que ver el Jed Martin de Houellebecq y el caso ARCO de esta edición? Mucho. Cuelgan del mismo clavo en una blanca pared. Se gestan en la misma dinámica: la impostura y la ironía implícita de los sistemas de poder, y el arte, claro, es uno de ellos. La serie de 24 fotografías de Santiago Sierra, que estaba valorada en 80.000 euros, consistía en una conjunto de imágenes pixeladas de "reconocidos encarcelados" como Oriol Junqueras, los jóvenes acusados de agredir a dos guardias civiles en Alsasua (Navarra) o incluso los ‘Jordis’. Tal y como estaban dispuestas, tenían ese no sé qué de artefacto decorativo que adquieren las creaciones en los espacios comerciales. El alegato como adorno.

¿Qué tiene que ver esto con Houellebecq? Mucho. Un alharaca sobre la guinda del pastel, cuando lo que realmente importa es el pastel en sí

Juntos, aquellos retratos formaban una galería de mártires ciudadanos irreconocibles, pero lo suficientemente apetecibles como para levantar la roncha de la incomodidad en una feria que ha servido siempre de pasarela para algún episodio de este tipo. Un año es el feminismo, otro el fascismo, en este caso la mecha ha estallado por un territorio y los sentimientos que el secesionismo como movimiento visibiliza. Un alharaca sobre la guinda del pastel, cuando lo que realmente importa es el pastel en sí. Pasó con Eugenio Merino y su Franco en un frigorífico, también con Maurizio Cattelan. En esta oportunidad, algo perfecciona la boutade: la aparición de conceptos fundamentales que los involucrados en el debate se arrojan como papelillos. Nada es grave, nada es realmente decisivo, pero que esas palabras estén ahí, da motivo para preocuparse, acaso por el uso frívolo que se les ha dado: libertad de expresión, censura, preso político. Todo servido en pequeños canapés para engullir de un bocado.  

La libertad de expresión fue lo primero en aparecer. ¡Cómo ARCO retira esa pieza! ¡Pero qué derecho! Censurarla fue una forma de generosidad, la convirtió en el icono que no era. El error fue amplificándose con el paso de las horas. Quitarla y luego pedir disculpas. Eso daba para enlodar bastante el debate, colocándolo en el fuera de foco de las exageraciones. Mientras tanto, la rueda mediática de ARCO se puso en marcha: telediarios, redes sociales, periódicos, tertulianos. Una feria que ha perdido sustancia y peso en el mercado del arte, se vale de estos episodios -la dinámica es involuntaria pero efectiva- para amortizar la impronta y la propia justificación de la feria: la cultura como escenario de los grandes debates, el cuestionamiento del poder y la pretenciosidad implícita en ese mecanismo.

La palabra preso político retumba con fuerza, especialmente en esas sociedades -como la española- que los tuvieron de verdad. Santiago Sierra, quien ha desarrollado una obra que se crece en los discursos maniqueos y demagogos, ha hecho lo que suele: jugar al artista. Eso sí: desde su propio lugar en el engranaje del sistema. Encaramado en la superioridad moral, impartiendo lecciones -él también- con un canapé en la mano. Provocar de mentiritas. Y, además, ganar dinero por eso. Está en todo su derecho. Faltaban más. 

La palabra preso político retumba con fuerza, especialmente en esas sociedades -como la española- que los tuvieron de verdad

Hay mucho más que economía detrás de todo esto. Mejor dicho, hay de todo: ideología, espectáculo, circo... todo junto –confundido- como el tiempo en el que ocurre. Desde hace ya décadas, críticos y artistas llevan muy claro que el arte ha muerto y no pasa nada por bailar sobre su tumba –las más bellas en sitios como el MoMa, la Tate o ferias como Frietze y Basel-. Si desde hace ya tiempo, antes de Walter Benjamin -allende el romanticismo que diría Woodsworth-, hablamos de la muerte del arte, ferias como ARCO –o cualquiera en Europa y Estados Unidos-  no puede ser otra cosa que el entierro de la sardina, uno que dura, en este caso, 5 días. Una obra que habría sido sólo provocación, se convirtió en un artefacto gracias a la pared en blanco que dejaron las 24 fotografías al ser retiradas.

Michel Houellebecq, lo más granado, venenoso y publicitado que han dado de sí las letras francesas en los últimos 20 años, ha sabido como nadie meter el ojo en la corrección y esa moral ilustrada que él se encarga de hacer pedazos. El hastío de sus personajes provienen justo de ahí: del fin de ciclo, de la sociedad que los ha producido. El pintor Jed Martin es una elaboración de un mercado que funciona de una manera determinada y que reproduce una dinámica un tanto cínica de poder. Algo de eso hay en esto: el brindis con gasolina que hacen los que van de jugar con fuego, pero luego vuelven a casa con la ración segura del dinero que han ganado.

El retrato pixelado de Oriol Junqueras, el mártir peor pagado en la historia del secesionismo, inaugura una iconografía del 'proces'

Hasta hace unos años, las instituciones y museos públicos eran los grandes mecenas de una feria que vende poco y en circuitos no significativos. En un empequeñecido mercado del arte -el Español ocupa el 1% del mercado global- cualquier instalación pretenciosa se convirtió en objeto de arte y por tanto en pasto de colección -todo el mundo libre de amontonar lo que de desee-. Muchas obras pasaron a ocupar su espacio en las salas de museos regionales o autonómicos en nombre de ese sistema. Esta vez, con el grifo cerrado de la compra institucional, son poquísimos los particulares que lo hacen. Si los coleccionistas no vienen, pues toca entonces convertir la feria en un performance lo suficientemente atractivo como para que le resulte rentable, al menos, a Ifema.

Tacho Benet estará encantado de exhibirla en el salón de su casa y cobrar diez euros a sus amigos cuando acudan a contemplarla

Acaso por eso, lo verdaderamente irónico de este episodio y de quienes se retratan en él, es el desacierto de retirar la pieza, y lo que es mucho más irónico -más conceptual, si cabe- ha sido el comprador de las 24 fotos: Tacho Benet, socio de Jaume Roures, un personaje más que identificado y comprometido con el independentismo. Estará encantado de exhibirla en el salón de su casa y cobrar diez euros a sus amigos cuando acudan a contemplarla. El mismo día en que fueron retiradas las obras, pagó por ellas más de su valor original. La intención de Benet es colgar de los muros del Museo de Lleida el retrato pixelado de Oriol Junqueras, el mártir peor pagado en la historia del secesionismo. Su perfil y el de los Jordis resarcirán y dotarán de una nueva iconografía más beata que las 44 piezas devueltas a Sijena. A Michel Houellebecq no le habría quedado mejor la ironía.

 

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