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Opinión

‘Derribar los muros de la opresión’

Imagen de la manifestación en el marco del aniversario del 1-O.

La expresión del nada honorable president de la Generalitat no deja lugar a dudas. Se trata de echar abajo una Constitución e instaurar una república catalana en un país independiente. Lo de menos es con quién, lo que importa son quiénes la proclaman y eso nos coloca a los demás en el punto de mira del disparo. La condición de adversario de la república independiente de Cataluña se traduce en una traición a la causa, a la patria. Por tanto, un enemigo en la batalla que él no ha declarado pero en la que está inmerso a menos de guardar el servicial silencio hacia los que mandan. De una sociedad democrática de castas, como es la nuestra, pasamos a la tiranía de quienes ostentan el poder.

Sin alharacas ni exageraciones: esa es la situación en la que vivimos quienes no compartimos sus creencias ni nos escudamos tras el silencio. Una limitación de nuestras libertades por la amenaza nada velada de la condena social o la expulsión de los medios de comunicación locales, siempre obsesionados por no ir más allá de una crítica cutánea que garantice la siempre bienvenida subvención. Cuando Quim Torra dice que en Cataluña no hay un problema de convivencia sino de justicia está dejando entrever una realidad: nosotros no somos dignos de convivir con ellos porque no admitimos su supremacía y si no pueden ir más allá se debe a que no administran la Justicia.

En este panorama, ¿Qué podemos hacer? Irnos o callarnos, o formar parte de un nuevo segmento social jamás citado, el del exilio interior. Por primera vez desde el viejo régimen he escuchado la frase entonces manida: si no te gusta lo que ves aquí, eres libre de marcharte. Cuarenta y pico años después, y me consta que el “pico” fue muy largo, hay que repetir “¿y por qué no se van ustedes?”. No nos vamos, dicen, porque este país es nuestro y hemos de defenderlo de gente que no lo valora como nosotros. He llegado a escuchar, entre perplejo y alucinado, cómo un dirigente de la antigua convergencia de Pujol me explicaba que la independencia de Cataluña era inevitable. “Europa”, sentenció, “no podría vivir sin Cataluña”. Con estos mimbres es difícil hacer un cesto pero se puede intentar; los gastos están pagados.

Por primera vez desde el viejo régimen he escuchado la frase entonces manida: si no te gusta lo que ves aquí, eres libre de marcharte

El diálogo, aseguran, es la única solución para salir de la confrontación. Y, añaden, un diálogo sin condiciones. No hay engaño más sutil. En todo diálogo uno busca conservar lo que tiene y apoderarse de lo que detenta el otro. Así ocurre hasta en los diálogos entre amigos; otra cosa son las conversaciones. No hace falta ser un lince para aventurar que con Puigdemont y su delegado Torra es imposible negociar, no tanto por un problema de principios sino porque no tienen nada que ofrecer. El derecho de autodeterminación parte del principio de una colonia que se quiere independizar de la metrópoli y hay que hacerse el ciego o ser muy cerril para que la mayoría de la sociedad catalana fuera capaz de engañarse tanto; un poco de supremacismo es de buen tono para las clases asentadas, pero mucho hace peligrar el tenderete.

Según el presidente Sánchez su visita a Barcelona y el ridículo que la rodeó, Consejo de Ministros incluido, abre un camino de diálogo. ¡Que los dioses le conserven la vista! Ni él mismo se lo cree. Fue la plasmación de la imposibilidad del diálogo que sólo deja un poso de imágenes patéticas. Uno no quiere y el otro no puede. No asistimos a una batalla en campo abierto sino a una guerra de posiciones. Mientras que Torra quiere reafirmarse, Sánchez necesita tiempo para convocar las elecciones en mejores condiciones. En definitiva, y esto es lo grave, son dos fuerzas desiguales unidas por intereses contrapuestos. Torra fuerza que empeoren y Sánchez que se queden como están.

La impostura del diálogo

Unamuno dijo en cierta ocasión que a los catalanes les perdía la estética, como mediterráneos que eran. Las fuerzas vivas, por más mortecinas que fueran, se sintieron desairadas. Es lo que sucede ahora con el mantra del diálogo. La sociedad catalana sufre desde hace décadas de verborrea pomposa, la que sirve para no abordar la realidad sino el sucedáneo de lo que se niega a ver. Es raro que alguien denuncie la impostura del diálogo, especialmente entre la intelectualidad mediática, esa metáfora que designa una cosa que falta -el talento- y otra que se excede -el espectáculo-. Ante las autoridades y la ciudadanía, en el homenaje al asesinado Ernest Lluch, la presentadora Gemma Nierga exigió a víctimas y verdugos que negociaran. Nadie denunció la impostura y los que lo hicimos éramos -si es que hubo dos- charnegos.

Con Puigdemont y su delegado Torra es imposible negociar; no tanto por un problema de principios, sino porque no tienen nada que ofrecer

Hay lugares donde creen que los partidos políticos son ONGs. Quizá porque los intelectuales han dejado de ser conciencia crítica para volverse homeópatas. Recomiendan métodos curativos conscientes de que salvan sus conciencias y condenan a los afectados a acabar en cuidados intensivos. Como tenemos mala memoria, de vez en cuando hay que echar un balde de agua fría para refrescar.

En marzo de 1998, 145 intelectuales, la mayoría del sector público y que jamás habían sufrido el más mínimo daño ni acoso, firmaron una carta en la que pedían al Gobierno que dialogara con ETA y que en señal de buena disposición la organización dejara de matar. Entre los firmantes, ya es casualidad de las hemerotecas, estaban Margarita Robles y Manuela Carmena, entre otros que hoy se avergonzarían.

En la carta se podía leer que en Euskadi se vivía “un conflicto predominantemente político” para cuya solución sólo cabía el diálogo y la negociación sin condiciones. Siguió el “conflicto político” y desde 1998 siguieron cayendo víctimas en la búsqueda de “una salida dialogada”. Hubo de ser Txema Montero, abogado y parlamentario de Herri Batasuna, que abandonó tras el atentado de Hipercor, quien perplejo ante la cantidad de abono social que parecía tener el final del terror -todos aseguraban haberlo querido pero ninguno se atrevió a expresarlo- dijo algo incontestable y a contracorriente: fue la Guardia Civil quien puso a ETA contra las cuerdas.

La situación en Cataluña apenas tiene que ver con lo ocurrido en el País Vasco por más que en muchas comarcas se viva el acoso y las agresiones. Violencia de baja intensidad, dicen. Sin embargo, arrecia la idea de que “el procés” necesita muertos para hacerse vivo. De momento, el clima de agresividad ya está en el ambiente; lo sabemos quienes lo sufrimos.     

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