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Opinión

Corinna, ataché de alcoba

Corinna zu Sayn-Wittgenstein

En un mundo enfadado consigo mismo y dispuesto a duplicar todas las palabras del idioma para hacer desaparecer al patriarcado, la figura de la 'princesa' y 'empresaria' alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein no puede plantear mayores paradojas. Todavía más esta semana, cuando su nombre rubrica unas grabaciones en las que afirma haber sido utilizada por el rey emérito para ocultar su patrimonio y propiedades en el extranjero. La llamaron 'testaferra', por aquello de ser inclusivos, aunque le cueste a la RAE doblar el número de tomos encuadernados en piel de su diccionario. No toda hipérbole corrige los atavismos, ni alivia el poder que ejercen unos sobre otros. No basta el poderoso (a) para encuadrar este retrato. 

Ausente en la vida pública desde el episodio Botsuana y el sumario del caso Nóos, el nombre de Corinna zu Sayn-Wittgenstein resurge desde los sumideros de una carnicería en la que el comisario Villarejo aún corta -nostálgico, acaso resentido- los pellejos del grueso filete del Estado. Ha tenido que ser Corinna, justo ella, la puntilla en la cruz de la Corona española. La institución, que se ha empeñado en renovar la mantelería de palacio, ve cómo vulgares tomatazos afean la nívea lencería de Felipe VI. Cuando los lamparones que la propia reina Letizia imprimió con sus modos poligoneros a la salida de una catedral parecían haber cedido al agua y el jabón de Zarzuela, arremete una nueva carga de carnosa munición.  

Se puede reinar presidiendo el trono de la entrepierna. Se puede levantar y destruir un imperio, arropándolo con la suave tela de las enaguas

Ataché de alcoba de Juan Carlos I -amiga especial del rey, la llaman los medios de comunicación- Corinna se pasea ante la opinión pública luciendo las perlas que coronan sus no pocas virtudes: un título nobiliario que jamás devolvió a su exmarido; un olfato sabueso para las finanzas y la voluptuosidad que distinguía a la señora Lewin Lockridge del Adiós, muñeca, de Raymond Chandler, o a la mismísima Lalegre del poema de Gilgamesh. Se puede reinar presidiendo el trono de la entrepierna. Se puede levantar y destruir un imperio, arropándolo con la suave tela de las enaguas. El paredón de los paños menores, afectivos o literales, en los que la espada del deseo se entierra con fuerza en el muro de la voluntad. El eros como aspiración -o moneda de cambio- en el demos de la virtud pública.  

La señora Corinna despliega todos los clichés atribuidos a las ninfas rubias, acaso porque los confirma y refuta -a la vez-. De tonta no tiene ni un solo cabello. Cuando calla, gana. Cuando habla, también. Es la prueba irrefutable de  que sólo la artesanía humana ha sido capaz de tejer la más firme de todas las redes de poder: la que nace al enhebrar un hilo de vello púbico en el ojo de una aguja inteligente. Algo así como Félix Krull apretando los botones en el ascensor de su ambición.  Lo hizo el apuesto y joven conde de Essex, Roberto Devereux, con la Isabel I que retrató Benjamin Britten en la ópera Gloriana, también la Margot con la que Valdimir Nabokov encegueció a Albinus en las páginas de Risa en la oscuridad

Sólo la artesanía humana ha sido capaz de tejer la más firme de todas las redes de poder: la que nace al enhebrar un hilo de vello púbico en el ojal de la inteligencia

No hay puntada sin hilo en las telas que arropan el poder. Aracné se cobró su venganza frente Atenea al introducir en el pequeño costurero de los ambiciosos las artes del genio tejedor, antiguo oficio del que borda su propio destino a expensas del ajeno. La señora Corinna llegó a pasear escoltada por guardias civiles e incluso hay quienes afirman que ejecutó labores para el CNI -antigua, al parecer, es su relación con Villarejo-. Una versión 2.0 de Mata Hari, aunque sin la salobre croqueta de Lhardy. Una afanada hilandera en el taller de palacio. Una cortesana en el edificio del Estado. Por ahí avanzó la señora Sayn-Wittgenstein, dejando sedas pegajosas a su paso.

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