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La última gran carrera

Un grave accidente acabó en 1957 con la Mille Miglia, la competición que recorría Italia por carreteras atestadas de aficionados. La película Ferrari recuerda aquel annus horribilis para el fundador de la escudería.

Fotografía tomada por Louis Klemantaski desde el Ferrari que conducía Peter Collins en la última Mille Miglia, de 1957.

La última Mille Miglia, la mítica carrera de automóviles que recorría media Italia en un trayecto de ida y vuelta, en forma de ocho, de unos 1.600 kilómetros (mil millas) que comenzaba en Brescia y pasaba por Roma, y que lograba congregar a su paso a millones de seguidores a ambos lados de la carretera –como si de una gran vuelta ciclista se tratara–, se disputó en el año 1957 tras 24 ediciones. Un grave accidente provocado por el coche que pilotaba el aristócrata español Alfonso de Portago causó, además, de su muerte y la del copiloto, el estadounidense Edmund Nelson, la de nueve personas más, entre ellas varios niños, que se encontraban entre el público. En la actualidad, la Mille Miglia es una exhibición de coches de época rodeada de tanta nostalgia como glamur que se celebra habitualmente en primavera y cuenta, de forma especial, con el impulso de la firma relojera Chopard.

Alfonso de Portago conducía un Ferrari y, de hecho, aquel 1957 figura en la historia de la firma como uno de los años más duros para su fundador, Enzo Ferrari, que se vio acusado ante los tribunales por la tragedia hasta su absolución final cuatro años después. Y en torno a ese año gira también la trama de la película Ferrari, que se estrena el 9 de febrero en España, dirigida por Michael Mann (El último mohicano o Collateral, entre otras) y protagonizada por Adam Driver en el papel de Ferrari y Penélope Cruz, en el de su esposa Laura.

El hijo de ambos, Alfredo, conocido como Dino, llamado a convertirse en el sucesor de su padre al frente de la compañía, formado como ingeniero en las mejores escuelas europeas, había fallecido a la edad de 24 años, a causa de una distrofia muscular, en junio de 1956. El matrimonio se tambaleaba y la compañía, universalmente admirada por las altas prestaciones de sus vehículos en competición, se encontraba, sin embargo, al borde de la quiebra. Y uno de sus mejores pilotos, Eugenio Castellotti, moría el 14 de marzo de 1957 en un accidente durante unos entrenamientos. Ganar la próxima Milli Miglia apareció en el horizonte, de repente, como, si no la solución, sí la forma de amortiguar tanta tragedia. Nada más lejos de la realidad.

Fundada en 1927 por un par de nobles de Brescia, con la ayuda de un periodista y un dirigente deportivo, deseosos de remontar la crisis que por aquel entonces golpeaba a las carreras automovilísticas con un formato que permitiera la presencia del mayor número de aficionados posibles, la Mille Miglia consiguió brillar a la altura de las míticas 24 horas de Le mans o la Panamericana, a pesar de que ya en 1938 otro accidente había costado la vida a diez espectadores. Era también el instrumento para desarrollar y exhibir los más veloces turismos de las grandes marcas de la época, entre ellas, además de Ferrari, Alfa Romeo, Maserati o Porsche.

Ferrari acudió a la competición –disputada entre el 11 y 12 de mayo– con cinco vehículos y algunos de los mejores pilotos de la escuadra, entre ellos, Piero Taruffi, que ya había corrido 13 veces la carrera y que, con 51 años, había prometido el día antes a su esposa que se retiraría de la competición si ganaba. Enzo Ferrari decidió ayudarle a lograr el objetivo poniéndole al volante de un potente 315 S. Tal despliegue de potencia y talento tuvo, desde el punto de vista deportivo, plenos resultados, con Ferrari copando los primeros puestos: tras la retirada de uno de sus pilotos, Peter Collins, cuando iba en cabeza, el triunfo fue, efectivamente, para Taruffi, que invirtió 10 horas, 27 minutos y 47 segundos en recorrer los 1.597 km de la carrera, a una media de 152,6 km/h. Otros dos Ferrari, capitaneados por Wolfgang von Trips y Olivier Gendebien, le acompañaron en el podio. Y el propio Alfonso de Portago circulaba entre los puestos de cabeza cuando, a solo 35 kilómetros de la meta de Brescia, cerca de Mantua, su vehículo, un 335 S, sufrió una explosión que le echó de la carretera hacia la cuneta en la que se agolpaban los espectadores.

Fue la última gran competición sobre carretera abierta, el fin de una era que había conquistado a Enzo Ferrari desde que, siendo apenas un niño de 10 años, su padre le llevó a ver una carrera cerca de Módena. Se dijo entonces que, si no era cantante de ópera o periodista deportivo, sería piloto de coches. Fue mucho más.

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