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Flora y Fauna

Manuel García-Castellón y el ojo del pigargo gigante

Casos célebres de aquellos años, que llevó García-Castellón, fueron el del atentado de ETA contra José María Aznar, en 1995, y el del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, en el verano de 1997

Manuel García-Castellón y García-Lomas nació en Valladolid el 16 de octubre de 1952. Familia de clase media acomodada pero sin estridencias: el padre, un ingeniero agrónomo funcionario del Ministerio de Agricultura, con destino en la Delegación Provincial de Valladolid. Manuel es el mayor de cuatro hermanos y desde chavalín pareció destinado al Derecho. Es de los que querían ser juez a la edad en que casi todos los niños querían ser médicos, o piratas, o futbolistas, o Roberto Alcázar, o Pedrín. Astronautas no porque aún estaba por llegar su fama.

Estudió en la Universidad de Salamanca y se especializó en Derecho Administrativo. Es curioso que en aquellos años hiciese un máster en Comunidades Europeas, algo que para la mayoría de los españoles era un exotismo que existía muy lejos de nuestros bares y del que hablaban los familiares emigrantes cuando volvían en vacaciones, y otro en Derechos Humanos, del que se puede decir casi lo mismo en la España franquista de los primeros 70. Manuel, al que todo el mundo de su entorno ha llamado siempre Manolo, se licenció en Salamanca y logró acceder a la carrera judicial en 1977, con los primeros pasos democráticos. Fue el número 37 de su promoción. No iba para estrella, al menos al principio.

Como todos los jueces recién estrenados, le tocó viajar y ejercer en sitios remotos. García Castellón fue juez de distrito en Marquina-Jeméin, un pueblo de Vizcaya, y después en Castrojeriz (Burgos). Volvió voluntariamente, en comisión de servicio, a Azpeitia, porque crio debilidad por el País Vasco y pudo empaparse de la lúgubre manera de vivir impuesta por ETA a la población. Ya fue juez de primera instancia y juez de instrucción en Puebla de Sanabria (Zamora), un destino que nadie quería; y luego en Medina del Campo, muy cerca de Valladolid. Más tarde, ya como magistrado, pasó por Baleares y desde 1993, en Madrid, en la Audiencia Nacional. Pero hay una cosa en la que siempre se ha estado quieto: “Yo siempre he sido juez de instrucción, vocación de la que nunca me he movido, y que me ha dado la gran satisfacción de ayudar a los demás”. Eso es lo que dice de sí mismo.

Hay algo que debe quedar claro desde el principio. Manuel García Castellón es un juez de carácter conservador que pertenece a la Asociación Profesional de la Magistratura. Eso es un hecho. Pero el tipo de sumarios que ha instruido, y sobre todo su repercusión, ha hecho siempre –desde hace décadas– que le ponga verde todo el mundo, según la implicación o el interés partidista de cada cual en las causas que García-Castellón lleva. Para la prensa nacionalista catalana, este hombre es lo más parecido a Satanás que ha existido nunca. Para las feministas radicales, es una especie de torturador medieval de mujeres. Para los “cloaqueros” del PP de los tiempos de la “policía patriótica”, es no ya Satanás sino Belcebú. Para la prensa de izquierdas, en general, es un mal bicho, un presumido al que le gusta andar en moto (eso es verdad), un fatuo y un peligro. Para Pablo Iglesias ha sido un largo dolor de muelas. Para el exministro Jorge Fernández Díaz, del PP, exactamente igual. En fin, ¿a alguien le cae bien el juez Manuel García-Castellón? Pues es posible. Se habrán dado casos, hay que suponerlo por pura estadística.

Este lector empedernido (sobre todo novela negra), motero y senderista cuando la edad se lo permitía, y cuando el senderismo se llamaba todavía “subir al monte”, se encontró en la Audiencia Nacional con un caso tremendo: el de Banesto. Casi nadie sabía aún quién era aquel señor de Valladolid, alto y con poco pelo que firmaba como juez de Delitos Monetarios en el edificio de la calle de Génova, pero fue el hombre que metió en la cárcel a Mario Conde y a Arturo Romaní. Fue casi un año después de que el Banco de España ordenase la fulminante intervención del banco, el 28 de diciembre de 1993: había 605.000 millones de pesetas (hoy serían 3.636 millones de euros) que no aparecían por ninguna parte. Y no, no era una inocentada, a pesar de la fecha. A García-Castellón no le falló la vista ni le tembló la mano.

Lo mismo sucedió pocos años después, en 1999, cuando el imperturbable “Manolo” ordenó la destitución de Jesús Gil y Gil y de todo el consejo de administración del Atlético de Madrid, la intervención del club (al que puso bajo tutela judicial) y el bloqueo de seis cuentas de la entidad. Ya hubo entonces una marcha de 5.000 aficionados que apoyaban a Gil y que llamaban al juez cosas que mejor será no recordar.

Casos célebres de aquellos años, que llevó García-Castellón, fueron el del atentado de ETA contra José María Aznar, en 1995, y el del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, en el verano de 1997. Este es, de todos los que ha llevado, el caso que más le duele, aun hoy. “No pudimos ayudar”, dice, “no conseguimos llegar a tiempo”. Él estaba allí cuando encontraron al pobre muchacho, maniatado y aún con vida. Lo pasó tan mal como cuando en Valladolid, en 1992, le tocó instruir el caso de la violación y asesinato de la niña Olga Sangrador. Esos fueron dos de sus peores momentos.

En el año 2000 García-Castellón tenía 48 años, un sólido prestigio como juez inquebrantable y la maldición de que nadie le creyera cuando decía que odiaba la fama, salir en los papeles y andar de boca en boca, algo por lo que se desvivían algunos de sus compañeros, “jueces estrella” como Baltasar Garzón. Se había ocupado de casos vidriosos, como la desaparición de españoles durante la sangrienta dictadura de Pinochet, o el llamado “caso Pelícano”, de narcotráfico internacional. Estaba en lo mejor de la vida y de su carrera. Y en eso el gobierno de Aznar (los ministros fueron Ángel Acebes y Josep Piqué) decidieron enviarle fuera. A París.

El “juez de enlace” Manuel García Castellón se dedicó a trabajar por la cooperación internacional en la lucha contra el terrorismo, tanto el ya declinante de ETA como el creciente yihadista. No tenía el estrés de la Audiencia Nacional y ganaba mucho, mucho dinero. Un puesto privilegiado. A ese le sucedió otro: lo mismo, pero en Roma, nombrado por el gobierno de Rajoy y por el ministro de Justicia, Ruiz-Gallardón. Así estuvo 17 años.

Y en 2017, a los 64, cuando sus amigos ya preparaban los festejos por su jubilación, el veterano magistrado de ojo infalible decide renunciar a todo: al sueldazo, al trabajo cómodo, a la atalaya dorada de Roma, y pide volver a la Audiencia Nacional, al Juzgado nº 6. Es decir a la brega, al estrépito, a la incomodidad de la Prensa tras él todo el día, a la escolta tras el coche oficial y a la acumulación de casos envenenados. Dio la sensación de que echaba de menos que lo insultasen. Muy poco propio de él.

Reemplazó al juez Eloy Velasco y metió los dos pies en los casos “Tándem” y “Kitchen”, la investigación de las ilegalidades presuntamente cometidas por el Ministerio del Interior (Jorge Fernández Díaz, del PP; el gobierno lo presidía Rajoy) para “desactivar” como fuese a Bárcenas y a sus famosos papeles, con la presencia casi omnipresente del peculiar “comisario” Villarejo. Que si Cospedal. Que si el enorme caso “Púnica”, que levantó la alfombra bajo la que se ocultaba una colosal trama de corrupción de políticos de varios partidos, pero sobre todo el PP: “Punica” es el nombre latino del granado, porque por allí andaba enredando Francisco Granados, hombre de confianza de Esperanza Aguirre.

El “caso Dina” sirvió para que se le echase encima la izquierda podemística, porque en aquella turbia historia de robo de móviles (de nuevo Villarejo por el medio) y de espionaje de políticos y periodistas el juez determinó quitarle la condición de “perjudicado” a Pablo Iglesias, y eso forma parte de las cosas que no se perdonan. Aunque García-Castellón haya sido quien puso derechos como velas a todos los “policías patrióticos” que inventaban informe tras informe sobre el propio Iglesias y sobre Podemos; todos falsos, como la Justicia aclaró. En fin. El juez parecía perpetuamente condenado a la “pena de Twitter”, donde son legión quienes dedican a este hombre expresiones que traspasan en varios metros la raya de lo delictivo.

Este es el juez que se empeña ahora mismo en mantener la imputación por terrorismo, como instigadores del llamado “Tsunami Democràtic”, a Carles Puigdemont y a Marta Rovira, fugados de la Justicia. Justo cuando el gobierno del PSOE, aunque mejor fuera decir de Pedro Sánchez, ha pactado con ellos el apoyo parlamentario que necesita a cambio de la amnistía. La ministra Teresa Ribera ha estallado contra el juez, hasta tal punto que el gobierno ha tenido que desautorizarla y repetir que Moncloa respeta las resoluciones judiciales. Quizá no se da cuenta la ministra de que ella no es la primera, ni la segunda, ni la décima persona que hace lo mismo: arremeter desde el poder político contra García-Castellón, ya sea desde la derecha, la izquierda o la estación espacial internacional, que está ahí arriba sin meterse con nadie.

Con lo a gusto que estaba este hombre en Roma, caramba. Con lo a gusto que estaba.

* * *

El pigargo gigante (Haliaeetus pelagicus), también llamado pigargo de Steeler, es una especie de ave accipitriforme de la familia de las accipítridas, curiosa coincidencia, ¿verdad? Quiere esto decir que forma parte de la extensa familia de las águilas, que incluye a más de 60 especies repartidas por todo el planeta… salvo en la Antártida. Este pigargo resulta ser la mayor de todas las águilas del mundo, quizá junto con la arpía mayor (pero esta no ha estudiado Derecho) y el águila monera (esta tampoco).

Es un pajarazo de siete kilos de peso, blanco y negro, con un pico enorme, durísimo y anaranjado, que vive en zonas marinas del Pacífico, por lo general frías e inhóspitas como juzgados. Es extraordinariamente fuerte, el pigargo. Lo aguanta casi todo.

Sus características fundamentales son dos. La primera es que es muy difícil de amaestrar. No se deja. Por nadie. Son contados los cetreros que han logrado grabar imágenes de este enorme pájaro acudiendo a comer de la mano de nadie o volando por obligación y bajo instrucciones. Como cabía esperar, son muchos los que dicen que lo han conseguido, pero no es verdad. El pigargo gigante es un bicho independiente que va y viene según su propio criterio, le guste a quien le guste, y si eso hace que le pongan verde en Twitter, pues mira, pues qué se le va a hacer.

Otra característica: su vista, que es sencillamente insuperable. Esto es algo bastante común en las aves rapaces, pero lo del pigargo es increíble porque suele pescar al vuelo en el mar abierto, habitualmente agitado: ve al pez sumergido desde una enorme distancia, baja volando hasta la superficie y lo atrapa en una décima de segundo, sin tocar el agua más que con las patas amarillas. Y le da lo mismo de qué partido sea el pez, ¿eh? Cómo piense, a quién vote, de qué especie sea y de qué tamaño. El pigargo hace su trabajo, que para eso estudió para pigargo y no para concejal de urbanismo o para prócer exiliado de la patria oprimida, y no se preocupa de más.

Quizá por eso está en peligro de extinción. A poca gente le cae bien el pigargo. Muchos prefieren águilas más bonitas, más pequeñas, más heráldicas. Y más obedientes.

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