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España

Los hermanos Marx juegan en el peor equipo de fútbol del mundo

Nuestro equipo de fútbol era tan malo que perdíamos 12-1 a menudo, como el España-Malta, solo que siempre éramos Malta. Pero nunca hay que olvidar que detrás de la derrota siempre asoma la victoria.

La vida en blanco y Negrete / Vanesa Nérida.

De niño jugaba en un equipo de fútbol que solía perder los partidos por 12 a 1. Como el España-Malta, solo que siempre éramos Malta. Poníamos empeño en el césped, pero la cruda realidad nos demostraba que el balompié no nos iba a quitar de pobres a ninguno. Nuestro portero se llamaba Iker -para más inri- y era tan débil de piernas que tenía que cederle el saque de portería a otro futbolista. En una ocasión me sacaron tarjeta roja por coger el balón con las manos, todo debido a un malentendido con mi entrenador. “¡Cógela, Borja! ¡Cógela!”. Y Borja se lo tomó al pie de la letra.

Éramos en un show en el campo de fútbol digno de los hermanos Marx o de un sketch de Charlie Chaplin. Los pobres padres que acudían al espectáculo eran testigos de un baño detrás de otro. Hasta mi abuelo estuvo presente en más de una ocasión en el vapuleo -al igual que mi hermano pequeño, al que el partido se le hacía eterno y se pasaba el tiempo pidiéndole chicles a mi padre-. Pero nosotros no perdíamos el ánimo, seguíamos soñando con emular algún día a Raúl, Mijatovic, Ronaldo o alguno de los ídolos futbolísticos del momento.

Con tesón espartano subíamos cada fin de semana al autobús rumbo a lo desconocido -saber por cuánto perderíamos en esa ocasión-. No guardo mal recuerdo de aquellos días, ni de aquellas jornadas de entrenamiento bajo la lluvia o arrecidos de frío castellano. Más adelante me ascendieron al equipo de los buenos -en la categoría superior-. Era corpulento y, aunque no era muy ducho en otras habilidades con el balón, quitar la pelota sí era mi especialidad. Pasaba el jugador o la pelota, nunca los dos a la vez.  El nuevo equipo ganaba siempre, pero yo apenas jugaba. Me aburría soberanamente de chupar banquillo y mi padre decidió desapuntarme.

No he podido evitar acordarme de aquellos tiempos cuando vi jugar al Zunder Palencia de baloncesto contra el Real Madrid en el Wizink Centre. Para cualquier palentino, ver a nuestro equipo jugar en ACB es una hazaña comparable a las de Alejandro Magno, Julio César o Napoleón. Si encima el partido es contra el Rey de Reyes, la épica de la situación trasciende las mismísimas crónicas de Tucídides.

Entendí bastante bien a mi abuelo y a mi padre aquel día. A nosotros nos hacía ilusión ver a nuestro equipo ahí, en ese campo, y lo demás era secundario. El resultado, una mera anécdota. Ver la camiseta morada del Palencia en aquel mastodóntico estadio llenaba cualquier derrota. Como era de esperar, el Palencia fue arrollado por el equipo capitalino como nos arrollaban a nosotros al fútbol con Iker como arquero.

Perdimos por más de 20 puntos, y aquello nos importó bien poco. Al finalizar el partido, ahí estaban los palentinos animando a su equipo derrotado, felices de haber podido contemplar al equipo de su humilde tierra batirse con los astros del baloncesto. A la salida del Wizink Centre, las caras abatidas de los baloncestistas contrastaban con la sonrisa imborrable de los rostros de mis paisanos. Hasta tal punto llegaba la euforia y el conformismo que un aficionado se acercó a Chumi Ortega, jugador del Zunder Palencia, y tras un cariñoso saludo le dio la “enhorabuena” con efusividad. Ortega puso cara de póker: “Bueno, enhorabuena no sé si es la palabra correcta”. El Real Madrid había ganado 91 a 68.

Mientras que para los aficionados del Madrid aquello fue una victoria más, para los del Palencia fue la primera derrota contra uno de los mejores equipos de Europa -porque era la primera vez que se enfrentaban-. Y doy fe de que saboreamos la derrota como la mejor de las mieles. Porque a lo bueno uno se acostumbra rápido, y se nos olvida que hay muchas cosas que agradecer cada día. Como despertarte al lado de quien amas, tener a tus padres al otro lado de una simple llamada telefónica o la salud suficiente para abrir la puerta y dar un paseo si te place. Demasiadas cosas que olvidamos valorar hasta que ya se han ido.

Cuando uno siempre gana, la victoria pierde el gusto a ambrosía de las primeras veces. Pasa en el terreno de juego y pasa en la vida misma. Los que nos hemos enfrentado a trabajos precarios y jefes déspotas -los que menos sabían y valían- sabemos valorar un puesto estable y medianamente remunerado. Quienes hemos sudado cada euro de nuestra frente para irnos de viaje no necesitamos exóticos lugares, ni cruzar el Atlántico para sentir que hemos hallado el paraíso perdido. Los que durante tanto tiempo hemos vivido sin caprichos saboreamos la pizza a domicilio de los domingos  como el mayor manjar.

Y sí, perdíamos 12 a 1, pero ese gol lo celebrábamos como una medalla de oro en los juegos olímpicos. Porque al menos podíamos seguir sintiendo el césped bajo nuestras botas de tacos, pasar un rato con amigos y encima, al final, aunque perdiésemos, el abuelo invitaba a una coca cola. Detrás de la derrota siempre asoma la victoria.

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