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Cultura

Jack Lemmon borracho en Nochevieja: las ausencias del adicto

El ser humano es un cúmulo de ausencias que se intentan aplacar con alcohol y otras sustancias. El progreso económico nunca podrá frenar las adicciones

Cine en blanco y Negrete / Susana Crespo.

Carmen nunca olvidará los años de la heroína en A Coruña. Cada cierto tiempo recuerda aquel desfile de zombis que deambulaban por el barrio del Ventorrillo camino de Penamoa en busca de otra dosis. Aquel poblado de chabolas era el principal abastecedor de heroína de la ciudad. El camino es tortuoso, todo cuesta arriba. Y al final del via crucis, en el punto más alto de la ciudad: una micra, un gramo, un pico, el ansiado chute.

Aquellos cuerpos retorcidos, escuálidos, arrastraban los pies y parecían llevar el alma a rastras por el suelo. Muchos días, Carmen recogía a su hija del colegio y a la salida se topaba con aquellos seres consumidos durmiendo en bancos y aceras. “Mami, ¿por qué duermen de día estos señores?”.

Mucho antes de aquello, Carmen ya sabía lo que significaba ser adicto a una droga. Cuando era niña en Padrón, su padre apuraba cada mañana un vaso de orujo blanco a modo de desayuno. Aquel hombre era amable con todos menos con los que compartía hogar. Ser alcohólico y dueño de un bar es como jugar a la ruleta rusa con el cargador lleno de balas.

Muchas veces se lo he preguntado a Carmen. “¿Por qué fue alcohólico tu padre? ¿Estaba triste? ¿Alguna preocupación? ¿Problemas económicos?”. El motivo nunca estuvo claro. El dinero jamás explicó su adicción, pues venía de buena familia. Con la borrachera en su punto álgido, maltrataba a su mujer y sus hijos, y solo una diminuta Carmen se atrevía a plantarle cara pese a la clara desventaja física.

Lo pregunta siempre es la misma: ¿por qué? Uno no termina de entender cómo gente que aparentemente tiene todo acaba esclavo de la droga. Casi siempre hay detrás una ausencia. El ser humano es un cúmulo de ausencias. Hay quienes echan en falta el cariño de los demás, otros buscan acallar los fantasmas del pasado y hay quienes carecen de un sentido que les haga caminar a alguna parte. Por eso el progreso nunca podrá frenar las adicciones. La prosperidad no es sinónimo de salud mental.

Los yonquis de Los Ángeles y Nueva York

No he podido evitar reflexionar sobre este tema mientras veía el documental de Alejandra Andrade en 'Cuatro' sobre la epidemia de fentanilo en Estados Unidos. Esta sustancia ultradictiva mató a más personas en la pandemia que el propio coronavirus. Las imágenes son escalofriantes, pero no resultan extrañas a quienes hemos pisado alguna vez el suelo de la superpotencia de Occidente.

Un paseo nocturno por el centro de Los Ángeles es como el desfile de los horrores. Mendigos, esquizofrénicos, adictos, personas que deambulan hablando solas, sucias, arrastrando un carrito con cuatro andrajos y restos de basura. En Nueva York, al lado mismo de Times Square, decenas de americanos se meten de todo en plena calle. Ni siquiera se molestan en ocultarse de la policía. Recuerdo estar en una pizzería cuando entraron dos jóvenes en estado lamentable. No llegarían a los 30 años. Ella iba peor, apenas era capaz de tener los ojos abiertos. Estaban sucios y olían mal. Chicos jóvenes con el futuro por delante, un futuro más negro que el ocaso. El encargado les pidió que salieran del local y, una vez más, vino a mí esa pregunta: ¿por qué?

Quizá fue la pregunta que más eché en falta en el documental de Andrade. La crisis económica centraba la tesis sobre el aumento de los adictos, pero la pobreza es más acuciante en muchos otros países sin que recurran por ello a la jeringuilla o la botella. La adicción a las drogas no siempre guarda relación con un tema meramente monetario, como bien sabe Carmen por experiencia de su padre.

Borrachos en Nochevieja

En Hollywood se consumía tanto alcohol en los años del cine clásico que bien podría considerarse una época en blanco, de recuerdos difuminados entre licores, música jazz y la compañía de algún estúpido que trafica con la única droga legal, como definía Jack Nicholson a los barman en 'Mejor imposible' (James L. Brooks, 1997).

En esta vida todos perdemos algo por el camino, y hay quien intenta llenar ese vacío con alcohol y otras sustancias. Ya lo dice uno de los entrevistados en el reportaje de Alejandra Andrade. “El fentanilo me da felicidad, me da paz”. La ausencia de dolor a cambio de la ausencia de vida. Un pacto peligroso con Mefistófeles del que pocos salen.

Todos hemos sido alguna vez como Jack Lemmon en 'El apartamento' (Billy Wilder, 1960), que apura un dry martini tras otro porque su chica le ha dado calabazas. Esa mirada perdida es la viva imagen de la derrota y el vacío. “No se puede ganar siempre”, le dice a la chica que se acerca a hablar con él. Borracho y solo en Nochevieja, dibujando un círculo de aceitunas en la barra del bar, mientras algún sobrio se fija en nosotros y se pregunta: ¿por qué? 

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